Cuento

Quimera 4: Trenza (parte uno)

Quimera 4: Trenza (parte uno)

Ángel Carrillo
Imagen portada de
Ángel Carrillo
2022-01-27
Aunque me cortes el camino, / aunque me mires a los ojos, / te evitaré por el borde del precipicio más fino que un cabello. 
Wisława Szymborska

i

Anoche soñé que asistía al velorio de mi cucho, le digo. Pero lo realmente curioso es que la funeraria y todos los edificios que había al lado eran muelas volteadas.

Bueno, me dice ella, digamos que ahora mismo los edificios son muelas. Digamos que el sarro es eso de allí. Y el escuadrón profiláctico viene al combate. Manda pasar un cepillo eléctrico y quita toda esa suciedad, todo ese ruido, esos rayones, las firmas anónimas. Y luego protege las muelas vivienda con una capa blanca. Digamos que las personas también somos muelas.   

El odontólogo nunca me pregunta si estoy de acuerdo con que me haga la limpieza, le digo. Solo le dice a la enfermera que la necesito. Escucho los aparatos, recostado con la jeta abierta y cuando me doy cuenta ya estoy escupiendo sangre y esmalte. Ese olor a hierro y flúor. Creo que muchas cosas me suceden de la misma manera: solo hasta que me paso la lengua por la parte de atrás de la dentadura y la siento más pequeña, los dientes más delgados, me doy cuenta de que algo me pasó.  

Atravesemos el parque, me dice ella. 

Tengo que ir a entregar un libro primero, le digo. 

Usted necesita ventilarse primero, me dice ella, poner los pies en el pasto y que le piquen las hormigas. Vea que la primera vez que vine a este parque eso no existía, ese sendero, tampoco los gimnasios ni las casetas de comida. Aquellos árboles del bosque central no tienen más de cuarenta años. Y esos de allá, cuando mucho, tienen cincuenta. Hace treinta años, cuando vine por primera vez, los pájaros eran más grandes. Las propias bestias voladoras. Ahora lo que escucho es un piar chiquito, todo arrinconado.

¿Nos sentamos acá?, le digo. 

Espere, me dice ella. Acabamos de entrar. 

En este bosque robaron a una tía, le digo. A plena luz del día le sacaron un chuzo de este tamaño.

¿Un ladrón que practica la esgrima con machete deja de ser ladrón y se convierte en místico deportista?, me dice ella. 

De pronto, le digo. Mi tía venía temprano de hacerse un examen de sangre, en ayunas. Ella cuenta la historia siempre igual: que todavía había niebla entre los árboles y ella cree que era un augurio, que le salía vapor al respirar, que iba estrenando unos zapatos cerrados de tacón bajito, que la noche anterior había llovido y la tierra estaba húmeda, que llevaba la falda salpicada de barro, que el ladrón era bajito y ancho, una versión pecueca de Danny DeVito que le dijo: tan bonita y tan sola. Ella vivía en los conjuntos que quedan después de la biblioteca, junto a los rieles del tren de la sabana. Se desmayó mientras Danny DeVito le arrancaba la cartera. Y ahí la dejó, bocabajo, en el barro. Mi tía no supo más hasta el mediodía, cuando se recompuso y se sentó a llorar. A mí me da la impresión de que ella quiere, con justa razón, sacarse esa historia de encima, tacharla, inducir un olvido. Pero la familia siempre saca el tema en reuniones y ella vuelve y la cuenta. Se jala muy suave el pelo mientras habla de eso.

Tacharla, me dice ella. ¿Ese es el libro que tiene que entregar? 

Escuche, le digo: <<Me siento demasiado cerca de lo que cuento. He abusado de algunos recuerdos, he saqueado la memoria, y también, en cierto modo, he inventado demasiado. Estoy de nuevo en blanco, como una caricatura del escritor que mira la pantalla con impotencia>>.   

De Alejandro Zambra solo he leído Bonsái, me dice ella, y ya no recuerdo ni mierda de la novela. Era chiquita, cortica, un bonsái. ¿Y es que está escribiendo? Usted solo lee cuando escribe.

Estoy escribiendo, le digo. 

Ahora sí sentémonos, me dice ella. Acá lejos de las avenidas los pájaros vuelven a tener la medida de mi infancia. Supongo que de niña me parecían más grandes porque yo era más pequeña. Sacaba las lombrices de la tierra y se las ofrecía a las mirlas para poder verlas de cerca. Me tiraba en el pasto a verlas pegarles picotazos a los gusanos. Cogían y huían. He estado pensando mucho en mi infancia, ¿sabe? Yo también estoy escribiendo. 

¿Qué escribe?, le digo.

Me contrataron en una revista para escribir una ficción al mes, me dice ella. Es la primera vez que me pagan por escribir ficción. Se abrieron los cielos ante mí, jueputa, le vi el pelo rubio a chuchito.  

¿Hace cuánto?, le digo. No me había contado. ¿Me deja leer algo?

No es conveniente, me dice ella. Aún no. Estoy como Zambra: Me siento demasiado cerca de lo que cuento. 

Yo estoy llevando un diario, le digo. Treinta y cinco años, libra y media de canas y un buen acumulado de chocheras y nunca había llevado un diario. 

¿Y escribe sobre cómo tachar la memoria?, me dice ella. Como su tía.

Trato de escribir en presente, le digo. Es difícil no jugar al psicoanalista y pescar causas en el pasado para proyectar todo de for…  

A̶e̶n̶e̶a̶n̶ ̶D̶i̶c̶t̶u̶m̶, me dice ella. ¿La pesca? R̶h̶o̶n̶c̶u̶s̶ ̶t̶e̶m̶p̶u̶s̶.̶ ̶P̶r̶a̶e̶s̶e̶n̶t̶ ̶a̶u̶c̶t̶o̶r̶,̶ ̶m̶a̶s̶s̶a̶ ̶a̶ ̶a̶l̶i̶q̶u̶a̶m̶ ̶s̶a̶g̶i̶t̶t̶i̶s̶,̶ ̶s̶c̶e̶l̶e̶r̶i̶s̶q̶u̶e̶ ̶t̶u̶r̶p̶i̶s̶ ̶p̶u̶r̶u̶s̶,̶ ̶a̶ ̶b̶l̶a̶n̶d̶i̶t̶ ̶n̶u̶n̶c̶ ̶v̶a̶r̶i̶u̶s̶ ̶t̶e̶m̶p̶o̶r̶.̶ ̶N̶a̶m̶ ̶s̶e̶d̶ ̶n̶i̶s̶i̶ ̶e̶g̶e̶t̶ ̶t̶u̶r̶p̶i̶s̶ ̶v̶u̶l̶p̶u̶t̶a̶t̶e̶ ̶f̶a̶c̶i̶l̶i̶s̶i̶s̶ ̶a̶c̶ ̶i̶n̶ ̶t̶o̶r̶t̶o̶r̶.̶ ̶P̶e̶l̶l̶e̶n̶t̶e̶s̶q̶u̶e̶ ̶c̶o̶m̶m̶o̶d̶o̶ ̶o̶r̶c̶i̶ ̶e̶g̶e̶t̶ ̶e̶r̶a̶t̶ ̶u̶l̶t̶r̶i̶c̶i̶e̶s̶.̶ ̶A̶e̶n̶e̶a̶n̶ ̶D̶i̶c̶t̶u̶m̶.̶ ̶A̶e̶n̶e̶a̶n̶ ̶D̶i̶c̶t̶u̶m̶.

¿Ah?, le digo.

A̶e̶n̶e̶a̶n̶ ̶D̶i̶c̶t̶u̶m̶, me dice ella. A̶e̶n̶e̶a̶n̶ ̶D̶i̶c̶t̶u̶m̶. Usted sabe muy bien que a

A̶e̶n̶e̶a̶n̶ ̶D̶i̶c̶t̶u̶m̶ ̶l̶a̶ ̶r̶h̶o̶n̶c̶u̶s̶. ¿Qué hace llamando a la gente para inventarse cuentos de caminatas y chimbadas raras? ¿Qué hace s̶e̶d̶ ̶t̶r̶i̶s̶t̶i̶q̶u̶e̶ ̶l̶e̶c̶t̶u̶s̶ ̶f̶e̶l̶i̶s̶ ̶n̶o̶n̶ ̶m̶i̶ ̶A̶e̶n̶e̶a̶n̶ ̶D̶i̶c̶t̶u̶m̶? Usted necesita ayuda. Por eso lo llamé y por eso vinimos acá, el sitio donde usted p̶u̶l̶v̶i̶n̶a̶r̶ ̶r̶u̶t̶r̶u̶m̶ ̶u̶r̶n̶a̶,̶ ̶n̶o̶n̶ ̶e̶u̶i̶s̶m̶o̶d̶ ̶m̶a̶g̶n̶a̶ ̶A̶e̶n̶e̶a̶n̶ ̶D̶i̶c̶t̶u̶m̶.

No sé de qué habla, le digo. Me van a cerrar la biblioteca. Vemos. 

C̶r̶a̶s̶ ̶u̶l̶l̶a̶m̶c̶o̶r̶p̶e̶r̶ ̶g̶r̶a̶v̶i̶d̶a̶ ̶d̶i̶a̶m̶, me dice ella. ¡A̶e̶n̶e̶a̶n̶ ̶D̶i̶c̶t̶u̶m̶!

ii

Busco la salida del parque. Siento que una especie de borrachera hostil me empieza a subir. Se me calientan las orejas. Las hojas de los árboles se caen hacia arriba. Suben suavecito, como imagina uno que sale el alma del cuerpo al morir. Siempre buscamos misericordia. Atravieso el puente elevado por encima de la fuente, junto al lago. A pesar de esta bajeza que he acumulado, quiero ver la vida con altura. Me cojo de la baranda un momento porque me da la impresión de que me voy a caer y me voy a desbaratar y ya nadie podrá reconstruirme.

Unas bailarinas bajo el agua me miran. Esperan que les tire comida. Se deforman cuando el viento toca el lago. No tengo nada que ofrecerles. Un niño les tira chitos. Se lanzan tres peces por el premio, seis, ocho, se mueven, se entrelazan sin tocarse. Hacen ceros con la boca, como si fumaran. Salen burbujas. Se pelean a muerte por los chitos.

Mujer en medio de un parque lleno de gente con su rostro oculto por rayaduras en la fotografía.

Por un momento creo que la puerta nororiental está desatendida. El celador me embosca. Estaba detrás de la garita, meando en unos arbustos. Nos conocemos hace años y sus saludos siempre son muy cordiales. Sin embargo eso que sale ahora de su boca se convierte en mis oídos en el escándalo de una vuvuzela. No entiendo. Me duele. Bajo la mirada. Reconozco sus zapatos embetunados. Supongo que quiere saber si estoy bien y yo no quiero decirle que no. No quiero que se preocupe. Entonces subo el rostro para mirarlo a los ojos y decirle que puede estar tranquilo y su cara se convierte en un tachón. Un rayón vibrante parecido a una bola de pelos flota y le cubre las facciones. No articulo palabra. Cierro y abro los ojos la boca los ojos la boca los ojos la boca. Nada. Lo dejo hablando solo. 

Conozco a la mujer que vende las mazorcas chamuscadas afuera del parque. Me dice algo y lo que escucho no es su voz sino la fiesta de la vuvuzela. Su cara es un tachón. El tipo al que hace tres semanas le compré una cometa con la forma del rostro de Condorito: su cara es un tachón. El hombre de las camisetas de la selección colgadas en cuerdas tensadas entre poste y poste: su cara es un tachón. Su hijo a quien siempre he simpatizado: todo el cuerpecito cubierto por una bola de pelos eléctricos. 

Caigo de rodillas. No me quiebro ni me hago escombros. Quedo detrás del espectáculo que un bailarín metido en una malla rota ofrece a un público numeroso. Chiflidos y aplausos. La cadencia de sus movimientos podría confundirse con la coreografía de un alga sacudida por la fuerza del mar. Me quedo mirándole las piernas a través de la malla. Los ornamentos subacuáticos. Al alga ahora lo rodean otros organismos lumínicos en trusas rasgadas. Son plantas marinas con flecos colgando de todas partes. Van maquilladas con profesionalismo y en plataformas con correas romanas. Usan rodilleras. Bailan. Recogen carbono orgánico con la energía de la luz del sol. Devuelven cantidades navegables de glamur callejero. Recogen dinero en un sombrero que hay sobre el bafle con neones.

Por gracia divina o la acción hipnótica del alga y compañía, me baja el desasosiego y el mareo. El cielo se encapotó. Decenas de aves viajan organizadas sobre nuestras cabezas. Huyen, me parece. Algo quieren decirnos y nadie parece dispuesto a la interpretación. Recojo el libro del piso y cruzo la calle hacia la biblioteca. El alga me grita al verme pasar. Ondula. Iridiscente tirando al verde radioactivo. Su cara no es un tachón y su voz me llega clarita como a través de un tubo. Esperemos que no nos mate el hastío ni la angustia, me dice. Con la mano sobre el pecho, le deseo lo mejor. Le lanzo un beso. Esperemos que así sea, le grito y le doy la espalda. No dejan de pasar pájaros. 

Bolas de pelo flotantes se deshilachan. Tachones pierden intensidad.  

Después de entregar el libro de Zambra recorro pasillo por pasillo la sección de novelas. Quiero tener en las manos todos los préstamos que he hecho en los últimos dos años. Ese tipo de cosas me dan consuelo. Busco un paliativo emocional. Inhalo un nuevo aire cargado de polillas. Pongo seis novelas sobre la mesa. Las otras dos que saqué durante ese tiempo están prestadas. Ojeo las primeras páginas y trato de recordar algunos de los lugares en que las leí, los lugares a los que me las llevé y no al contrario. Quiero hacer bien este trabajo ya que carezco de cualquier otro. 

Tres sillas de madera y dos Rimax.

Cabaña rechinante con fantasma frente a un lago.

Un bolardo.

Terraza con piso plateado. Esa noche vi un ovni. 

Un bus durante un trancón ocasionado por un accidente de moto. Sangre y asfalto.

El sillón de mi sala, el mesón de mi cocina.

El piso de un bar lleno.

Iglesia de pueblo. A la luz de las veladoras.

La orilla de una piscina. Una rana ahogándose. La salvo.

El brazo de un árbol.

La cama de mi tía. Ese día habló del atraco. 

Río Palomino. Babillas. 

Levanto el rostro y noto que ya nadie está tachado.

El registro de préstamos lo llevan en una tira de papel pegada en la contratapa de cada ejemplar. Mi nombre está en todos los libros que hay sobre la mesa. Hago parte de ellos. Ahora estoy en ellos, de alguna manera. Junto a mi nombre está consignada la fecha de entrega. No tengo ni una multa. Debería tener al menos una, eso sería bueno para mí. Pronto me doy cuenta de que todas las novelas fueron prestadas por una mujer inmediatamente después de mi entrega. El mismo día. Dudo de que se trate de alguna sincronía universal. Su nombre siempre aparece debajo del mío. Miro sobre los hombros buscándola. De ser una espía, siento pena por su situación y su objeto de trabajo. Hay pocas personas en la biblioteca. Un taconeo lejano. Alguien bosteza. Un pájaro hace nido en las tejas rotas, junto al ventanal más grande. La ausencia es una presencia brutal hoy. Repito el nombre de la mujer con la voz hecha una sustancia mínima.

Si acabo de entregar la novela de Zambra, es posible que aún la mujer no la haya prestado. Acá mismo le hago la encerrona. Camino rápido entre la callejuela de lomos. Me paro frente al letrero de la zeta. No está. Reviso el carro en el que apilan los libros que van a devolver a las estanterías. No está. Ya se la llevó y seguramente me vio sentado, analizando su sistema de investigación. Estuvimos cerca. ¿Cuánto sabe sobre mí ahora? ¿Cuánto ha averiguado ella leyendo las novelas que yo leo? 

La bibliotecaria me dice que el préstamo ocurrió hace cinco minutos. Huele a splash herbal. Sus aretes son bolas de cristal del diámetro de una moneda de doscientos con pedacitos de pétalos de rosa secos dentro. La mujer se rehúsa a decirme quién lo sacó en préstamo, aunque de antemano lo sé. Además, le molesta mi pregunta y no tiene problema con demostrármelo. A̶e̶n̶e̶a̶n̶ ̶D̶i̶c̶t̶u̶m̶, le digo. Amenaza con llamar a seguridad para que me saquen. Regreso a la mesa. Busco marcas en las novelas. Huellas. Rastros de la forma en la que fueron leídas que me ofrezcan una pista. Soy el espía de la espía. Y, de acuerdo a su sistema, debo saber tanto de ella como ella de mí. 

Encuentro un poema escrito a mano dentro de una novela que me pareció solemne y aburridísima. Recuerdo que la leí en compañía.


iii

Me trenza el pelo con una mano,

tres cuerdas entre sus dedos:

todas las líneas la línea. La espiral 

luminosa desde los folículos

permite este viaje en dos sentidos

<x-poetry>humus cosmos<x-poetry>

<x-poetry>cosmos humus.<x-poetry>


Con la otra mano se abanica el rostro. 


Teje cada aspecto de mi vida en el vaivén

del pelo. Un cardumen de pensamientos

desaparece

o se hace transparente

en la habilidad de sus falanges.

Es suya la respiración entrenada

las diez letras que escapan de la baba del silencio

la mano de arena que brota para sobar el rostro

cuando recibe la cachetada

del sol.

Es suya esa manera de jalar con precisión 

las ideas el pelo el tiempo, de

<x-poetry>cruzar<x-poetry>

<x-poetry>entrelazar<x-poetry>

<x-poetry>cruzar<x-poetry>

tres líneas de sombra.

 

Ahora el espejo de la sala avanza en la penumbra,

lleva dentro mi reflejo en movimiento

lo que ignoro lo que siento lo que ya no espero

el aroma de una época

y la trenza se sale del marco, se arrastra por el suelo.  

Seis cuadros abandonan las puntillas. 

Ahora las sillas,

bocarriba, se entrelazan con el pelo. El rostro de la madre

bocarriba y el de su madre bocabajo

<x-poetry>giran<x-poetry>

se acomodan en el ventanal. Detrás el jardín

no para de vibrar. 


Deja de abanicarse. 


Pone las piedras calientes de la memoria

dentro de la trenza para los dolores.

Mi rostro se levanta por el peso de la carga.  


Y mi cabeza ahora 

<x-poetry>vapores olores ciclo hídrico<x-poetry>

avanza por el cauce subterráneo, 

es agua que se traslada y

cambia de estado. Y mi cabeza ahora

<x-poetry>niebla lago trenza líquida<x-poetry>

<x-poetry>las corrientes marinas.<x-poetry>


Le trenzo el pelo con una mano,

tres cuerdas entre mis dedos:

todas las líneas la línea.


Con la otra mano me abanico el rostro.


Antes de empezar a hablar en lenguas, este man hacia lo que todos: sacar la basura, salir a almorzar, pasear en la noche. Si quieren saber en qué termina este delirio de persecución, estén pendientes a finales de febrero cuando publiquemos la segunda parte de Trenza.

Comparte este artículo

NO TE AHOGUES: SUMÉRGETE

Recibe el contenido más reciente de Laguna Negra directamente en tu bandeja de entrada registrándote aquí. Fácil, gratis, cero spam.

Thank you! Your submission has been received!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
Patreon Logo

¿Te gusta lo que estás leyendo? Haz parte de nuestra comunidad de lectores Laguna Negra en Patreon y recibe contenidos adicionales, listas curadas y mucho más.

¡Quiero apoyar a Laguna Negra!

Te invitamos a leer: