Cuento

Quimera 5: Trenza (parte dos)

Quimera 5: Trenza (parte dos)

Ángel Carrillo
Imagen portada de
Ángel Carrillo
2022-03-16

Nota preliminar. Este texto fue publicado originalmente en la desaparecida revista de ficción Aguas turbias el cuatro de febrero de 2018, una semana después del encuentro en el parque entre el narrador de la Quimera 4 y la mujer que al parecer le habla en lenguas y que al parecer es la autora de este cuento.

La muerte es un diálogo / Entre el espíritu y el polvo.
Emily Dickinson

Cuando pienso en el asfalto caliente que pisaba de regreso a la casa de mi madre durante la adolescencia, me reprocho la vida en este altiplano agreste que aun diez años después de mi llegada me sigue provocando un soroche igual de agreste al enfrentarme a las calles más empinadas de la ciudad, que no son pocas. No soy cabra de las alturas y ojalá lo fuera: ojalá fuera otra cosa, menos material: ojalá yo también sea fuego blanco alguna vez. Mi cuerpo fue diseñado por encima de los veintiocho grados Celsius y por debajo de los mil metros sobre el nivel del mar, gracias al soplo de tierra proveniente del fondo del cañón y su río, ese hilo marrón que separó en el principio de los tiempos las placas montañosas del nororiente del país. Pero el aire andino que respiro ahora desde la terraza de mi apartamento ha traído a mi vida más que rinitis, yeyos y desequilibrio. Ahora que escribo esto sé que solo envuelta en este frío pude estar al servicio de algo que superaba cualquier lógica mundana.

Vivo en el tercer piso de una casa de cuatro que convirtieron en un multifamiliar improvisado, algo bastante común en los barrios populares del país. Cada apartamento tiene dos habitaciones pequeñas, salacomedor, cocina, un baño y una única ventana que da a la calle. El resto le pertenece a la oscuridad y a la humedad. Sigo tratando de dimensionar el cansancio y el fastidio de las ocho personas que viven juntas en el primer piso y las seis del segundo. Me cuesta hacer una planimetría mental y ubicarlos en el espacio con sus pertenencias individuales. Constantemente me siento culpable por vivir sola en este sitiecito y por tener la terraza para mí. Tampoco he hecho nada por compartirla con mis vecinos salvo revolcarme en la culpa.

Desde la muerte de la única compañera de apartamento que he tenido, hace poco menos de catorce meses, llené la terraza de plantas y desocupé mi corazón de las esperanzas que albergué en el pasado de convivir con otra persona. Otras personas. Cuando ella murió decidí organizar todas sus cosas en cajas y maletas para entregárselas a su familia, una familia de la que nunca me habló y cuyo rastro no pude encontrar ni en su teléfono, ni en unas libreticas de tapa blanda que usaba para tomar notas y echar cuentas, ni en ningún lado. Cuando llamé a la oficina en la que trabajaba ella para comunicar su muerte, me dijeron que yo era su único contacto de emergencia y que no tenían archivada su hoja de vida. Mi antigua compañera de apartamento pisó esta tierra y se ocupó de borrar sus huellas. Nunca usó redes sociales ni le conocí parejas. Los días libres que pasaba en casa salía de su habitación por comida y volvía a esconderse. Escapaba de la luz. Un par de noches la vi conversando y tomando cerveza en la cantina de la esquina con el vecino de la casa de enfrente, un hombre siempre afeitado y despeinado, flaco de cejas definidas y gruesas, el tabique un armatoste curvo en armonía con todo lo demás. Por sus modos silenciosos me daba la impresión de ser un hombre dispuesto a no estorbar o a guardar un secreto valioso. Mi amiga murió de un paro respiratorio mientras dormía o al menos eso me dijeron después del levantamiento del cadáver. Mis sospechas apuntaban a un suicidio y decidí no comentarlo con nadie, hasta ahora, porque si lo hacía las investigaciones me enredarían la vida. Fui la única asistente a su sepelio, del cual me encargué yo. Todo esto sucedió rápido: una lluvia súbita de gota fina que me juagó el rostro.

Silueta de una persona frente a una lámpara de sala.

Desempaqué todo de nuevo y dejé la habitación como ella la tenía. Me pareció lo más justo. Después de cinco años de convivencia yo era su familia y aquel apartamento su lugar en el mundo. Una tarde de domingo mientras contemplaba la mesa de noche después de quitarle el polvo con una bayetilla húmeda, y mientras lloraba, la escuché.

Primero fue un susurro, una prueba de parte suya. Luego me llamó por mi nombre. Me habló a través de una trenza de pelo suyo guardada en la segunda gaveta de la mesa que acababa de limpiar. El primer fin de año que pasamos juntas dijo, ya entrada en rones y un poco trabada, que era momento de cerrar un ciclo: como la mierda del pájaro que regresa a la tierra, me dijo. Me pidió que le hiciera una trenza y luego ella misma se la quitó de un tijeretazo. La metió en una bolsa plástica con cierre hermético. Después ella me trenzó a mí: una trenza apretada, preciosa. Era experta. Prometimos ir juntas a donar el pelo, algo que nunca sucedió, y con el tiempo me fui olvidando de su existencia. Ahora pienso que nada fue fortuito, que ella abrió deliberadamente un círculo para que yo encontrara la forma de cerrarlo o para que nunca se cerrara y yo encontrara en el ciclo roto lo que ella no halló en vida.

Mi preocupación inicial cuando escuché su voz a través de la trenza fue la sospecha de que finalmente la altura me había provocado demencia. Era posible que el frío que me entraba por los oídos cuando estaba en la terraza o salía a la calle algo hubiera dañado dentro de mi cabeza, desencadenando un episodio de trastorno mental que me hacía creer que un poco de pelo amarrado había decidido comunicarse conmigo en mi propia lengua. Investigué y encontré que presentaba síntomas. La existencia de ideas delirantes, alucinaciones y comportamiento caótico, como el que se manifestó el día que la trenza me habló, cuando salí corriendo y gritando de la pieza y luego del apartamento y no paré de correr hasta que llegué a la banca de un parque, en la que hiperventilé. Sin embargo, y como ante la falta de una herencia inmobiliaria el autodiagnóstico clínico ha sido mi patrimonio familiar, no tenía estos otros síntomas que me resultaron importantes para declararme enferma: ni falta de iniciativa, ni pasividad ni mucho menos empobrecimiento de la calidad y el contenido del lenguaje. Después de un par de días de la reencarnación de mi amiga la felicidad que creí haber perdido para siempre con su muerte volvió.

La preocupación que vino después fue la posibilidad de perder el empleo. Estaba aturdida y cada vez que recordaba que debía ir a la empresa para ocupar mi sillita y llamar a morosos de tarjetas de crédito, empuñando como navaja en sus gargantas la amenaza del reporte en la central de riesgos y el posterior hundimiento de sus vidas crediticias, me sentía resfriada. Me daba soltura de estómago. Se me dormían las manos y me empezaba el tembleque.

Tras varios días de permisos otorgados de mala gana por la empresa, mi preocupación fue atendida por la trenza, que me indicó un punto en el costado derecho de su antiguo colchón, un rasguño casi imperceptible por el que ella fue metiendo billetes doblados en cuatro cada semana durante todos los años que vivió conmigo, sin falta. En vez de seguir intimidando deudores apuñalé el colchón y el dinero para vivir al menos dos años de manera holgada brotó.

Amiga, me dijo la trenza mientras yo estaba arrodillada en el piso contando plata, amiga, escúcheme, necesito que usted haga algo por mí. Ya la peino, le ofrecí. No, me dijo, eso no, o bueno, eso también, pero se trata de algo más. Yo pensé que tras la muerte los intereses mundanos se abandonaban, le dije, y que lo que llegaba era consciencia plena. Me pidió que nos dedicáramos a mirar el vecindario y sus habitantes desde la terraza durante dos horas al día. El horario de este nuevo empleo era mejor que el anterior y el salario más justo. Acepté su oferta. Llamé a la oficina, pedí que me comunicaran con mi jefe y le anuncié lo siguiente: El banco para el que usted y las ochenta y cinco personas a su cargo trabajan financia la compra de armas, tiene nexos con autores de desastres ecológicos y empobrece más a los pobres como usted, porque aunque usted se empeñe en elevar su dichoso estrato medio a una clase acomodada saliendo a comer donde come la gente con plata y endeudándose para ir a conocer París y la China y la mierda grande, en realidad no tiene dónde caerse muerto, escúcheme, no me interrumpa, no es su culpa, no es del todo su culpa estar en esa posición tan hijueputamente desventajosa, se trata de una estructura y de algo sistemático, quizás un día le toque llamarse a usted mismo para amenazarse por moroso, así funciona el mundo bancario, a mi mamá no la meta en esto, cálmese que de cualquier manera señor lo que soy yo renuncio.

Piernas de una persona con botas de punta excesivamente largas, tanto que parecen cuernos

Las primeras jornadas mirando desde la terraza se desarrollaron entre tragos de brandi y ventiscas fuertes que tumbaban de la silla a mi amiga. Ella no podía ver porque no tenía ojos pero sí hablaba a pesar de carecer de boca. Yo eso no lo entendía y a esas alturas tampoco pretendía entenderlo. No podía andar ni volar, permanecía donde yo la dejaba. Amiga, le dije mientras la levantaba del piso, ser fantasma tiene sus limitaciones por lo que veo, y se lo digo en buena onda, no se ofenda. Yo no soy fantasma, me dijo. Ya, le dije, claro. Estoy en un proceso, me dijo, en una transmigración corporal. Entonces el siguiente cuerpo que habitará lo puede escoger usted misma, le dije. No, me dijo. Bueno, le dije, a eso me refiero. Pero el hecho de que no pueda escogerlo, me dijo, no quiere decir que no lo merezca. ¿Cuántas transmigraciones me dijo que tiene que hacer?, le dije. Pueden ser millones, me dijo, o puede ser una sola, no estoy segura, no soy especialista. Es decir, le dije, puede quedarse en forma de trenza para siempre. Supongo, me dijo, todo depende. ¿De qué?, le dije. De factores que yo no domino, me dijo. Y qué cuerpo le gustaría ser, le dije. Yo qué voy a saber, me dijo, soy nueva en esto, por ejemplo no conozco las bondades de los pájaros, de volar, aunque las palomas la pasan muy mal. Estuve buscando algún familiar suyo para contarle lo de su muerte, le dije, pero no llegué a nadie. Ve, me dijo, factores que usted tampoco domina. ¿Dónde está su familia?, le dije. Al empezar el camino de las transmigraciones, me dijo, perdí el acceso a muchos recuerdos antiguos, a muchas cosas que sabía, una transmigra para encontrar el cuerpo que merece por los méritos alcanzados en la vida anterior y al aceptar esa ruta se aceptan sus reglas. Pues me parece una mierda, le dije, hasta en la muerte la meritocracia es ley, transmigraré quien sabe en qué chimbada por esta vida que llevo, ¿qué cuerpo merezco? ¿quién lo decide? A mí me parece una mierda la vida que tiene que llevar mucha gente en este país, me dijo, y al menos de eso ya me libré. Eso no se lo discuto, le dije y me tomé de un solo trago el vasito de brandi. Lo volví a llenar. Me sentía en vacaciones con todo pago.

Un gato cascado por los rigores de la calle llegó por el techo vecino y nos hizo compañía. Quiso jugar con mi amiga, la mordió y le tiró un zarpazo, mandándola al piso otra vez, entonces tuve que decirle que la respetara y que si no se comportaba me tocaba echarlo con un baldado de agua. Cuando la recogí toda despelucada, la trenza me dijo que no lo hiciera, que sacara de la plata del colchón para alimentarlo y para una cita médica. En lo posible mande castrarlo, me dijo. Entonces resulta que tiene que hacer buenas acciones, le dije, para eso volvió, eso lo he visto en varias películas. Obvio no, me dijo, lo hago porque se me da la gana. Por lástima, le dije, por bonachona. Piense lo que quiera, me dijo, pero hágalo. En vida, o mejor, en su anterior cuerpo humano, mi amiga nunca habló mucho. Al menos en eso la transmigración le había sentado bien.

Nos gustaba mirar el barrio desde la terraza justo antes de que cayera la noche por completo, bajo una luz frágil o, mejor, dentro de esa oscuridad incompleta que se parece tanto a la humanidad. También lo hacíamos durante las primeras horas de la mañana cuando la gente empezaba a salir con afán hacia el trabajo. Todo dependía del tiempo que hiciera y del genio con que yo me levantara de la cama. Y digo que nos dedicábamos a mirar aunque la que podía ver era yo, que le prestaba servicios de guía visual y narradora a mi amiga. Pronto empecé a sospechar que ella necesitaba más que una simple contemplación del lugar o que aquello que hacíamos fuera en realidad desinteresado. Había en ella un anhelo discreto que entraba en territorios de la mente y la muerte que yo desconocía. O quizás no un anhelo sino un conocimiento o una habilidad que ella no estaba segura de poseer o de cómo manejar. A su lado, me sentía sumergiendo la mitad del cuerpo en un embalse oscuro y no sabía si la mitad sumergida era la superior o la inferior. Sea como fuera, aún podía respirar.

La vecina de la casa de muros fucsia con jardín frontal y rejas con cisnes y hexágonos de hierro, diagonal a la nuestra, vendía marihuana y ácidos. Lo supimos muy pronto y solicité su servicio también muy pronto. Después de dos compras hablé con ella a partir de la información que me suministró la trenza, información a la que, supongo, pudo acceder a través de alguna maniobra paranormal. Ante mis preguntas la díler de cincuenta y tantos años se sintió sino observada sí investigada. Le dije que todo le iba a parecer invasivo y raro y la mujer puso cara de no importarle, de indestructible, de yo vendo drogas y me importa un culo. Me sentí amenazándola con un revólver de icopor. ¿Recuerda si el color marrón de los ojos de su abuela cambió después de morir?, le dije. Ya el rostro de la díler no mostraba ninguna confianza, se le marcaron las patas de gallina, pero para mi sorpresa la expresión que ocupó su cara fue de emoción. Me pareció una mujer sabia, hermosa. Sí, me dijo, claro que sí, eso fue hace mucho y se me han olvidado cosas con el paso de los años pero algo así nunca se olvida, fue solo un ojo, el derecho, en el cajón se lo vi amarillo pollito. ¿Y al día siguiente de la muerte el color de su orina cambió?, le dije. ¿De mi orina?, me dijo. Sí, le dije, de su orina, porque ya su abuela no orinaba. Pues en eso no me fijé, me dijo. ¿Y recuerda un cambio en el olor de su propio cuerpo?, le dije. Sí, me dijo, y eso me duró como un mes, un mes en el que yo sudaba y olía a laguna, a tierra húmeda, y empecé a ir a conocer lagunas de páramos porque yo dije: pa dios que esta es la Josefina hablándome.

Mi siguiente pregunta trataba sobre una laguna en particular que hay acá en la sabana y no fui capaz de formularla. Era como si la trenza estuviera un paso adelante y un paso atrás al tiempo, como si no viviera en una línea recta. Me puse muy nerviosa al asistir a la demostración de las capacidades metafísicas de mi amiga reencarnada. Cuando regresé al apartamento y le hablé sobre las respuestas de la vecina solo me agradeció. Yo tenía miedo, no quise saber cómo había obtenido la información con la que había armado las preguntas. No me sentía preparada para algo así y dejé que las cosas sucedieran. Además, estaba disfrutando de mi sueldo.

Entonces mi oficio como espía mutó. Me convertí en una encuestadora del más allá. Le pregunté al adolescente del apartamento doscientos uno, del inquilinato de fachada en obra gris, qué le hacía sentir la combinación alfanumérica bv57ut3033. Nada, me dijo, no me hace sentir nada, pero acabo de ver detrás suyo al perro de mi mamá que se murió hace como un año, al que atropellaron acá mismo. Se asustó mucho, se puso pálido. Y no lo culpo, al parecer empezó a tener de inmediato otras visiones de las que no quiso hablarme. Váyase, me dijo, no me vuelva a hablar piroba malparida o le digo a mi mamá que usted me está ofreciendo las drogas, porque yo sé que usted anda en visajes con la cucha de la bareta.

A la mujer de la tienda de la cuadra vecina no le hice una pregunta, le tendí una trampa. Le entregué un papel en el que había dibujado unos garabatos que la trenza me indicó: seis líneas verticales, cuatro puntos en la parte inferior de las líneas y una onda, una especie de ola marina en todo el centro, atravesando las líneas rectas. La mujer lloró un llanto contenido. Se obligó a no extenderse y se sonó. Estaba toda roja, el cuello rojo, las orejas rojas. Me arrepentí por causarle ese dolor, sea el que fuera, así que me disculpé y cuando ya me iba me cogió del brazo con fuerza. Fue como sentir el futuro, me dijo sonriendo. Le devolví una sonrisa desorientada y aún culpable. No voy a sufrir, me dijo, ahora estoy segura de que no voy a sufrir la vejez. Me dio dos mil de pan de leche y una malta litro y medio como la ofrenda que la nueva santa de su devoción merecía.

Torso de una persona al lado de una planta seca en medio de un enrejado

Abordé al menos a quince personas del barrio de la misma manera. Recibí agradecimientos, amenazas y cachetadas. No es fácil acoger a quien llega sin consentimiento a revivir nuestro pasado u ofrecer presuntos destellos del futuro. Pero no fueron más que ensayos por parte de mi amiga: todas esas personas fueron experimentos y yo su herramienta disponible. Confirmé que ella necesitaba saber hasta dónde se extendía su campo de acción antes de llegar a quien le interesaba llegar. No hice ningún reclamo al descubrirlo. Guardé silencio. No era capaz de enfrentarla.

Empezamos a enfocar nuestro trabajo de observación en la casa en la que vivía el hombre con el que ella tomaba cerveza. Lo vimos salir muy pocas veces durante aquellas semanas, si acaso al mercado y la biblioteca. Daba vueltas por el barrio, se sentaba en los parques, partía pan duro para las palomas, regresaba. Lo seguí en casi todas las ocasiones. Ya no iba a la cantina. No tenía mascotas. No hacía nada salvo leer frente a la ventana de la sala, limpiar la casa y comer lo que él mismo preparaba.

Hasta donde pude ver a través de su ventana, por la que me asomé tantas veces como me fue posible en aquel tiempo sin dejarme pillar, el hombre gozaba de un buen aseo personal. Todo lo ejecutaba con cierta aura ceremonial, como rindiéndole culto a la nada, como buscándole el olor al tiempo. A mi amiga le interesó la vida de la persona más aburrida de uno o dos kilómetros a la redonda. Recordé que años atrás en esa casa vivieron otras personas con él pero no pude traer a mi memoria un solo rostro, un color de pelo, nada, y eso es raro porque si puedo jactarme de algo es de mi capacidad de observación y mi retención de los detalles. Me gusta la minucia, como al diablo. Sé que había vivido especialmente con mujeres, quizás inquilinas o parejas que duraban algunos meses y se marchaban pronto. Él era en sí mismo un lugar de paso.

La trenza me pidió que evitara cualquier contacto con él, que no me dejara ver. Con el tiempo mi amiga empezó a cambiar su manera de comunicarse conmigo y también con el tiempo dejé de considerarla la amiga que alguna vez tuve. Se me escapó la felicidad. Me daba la impresión de que todo lo que decía era indescifrable y enigmático. Conforme la seguridad en su propio poder aumentó, mi capacidad de entenderla se redujo. Y no es que empezara a caerme mal, solo se convirtió en alguien más. Alguien no menos interesante pero desconocida para mí.

Una tarde decidió dictarme unos versos. Después de transcribir todo aquel poema que por supuesto no entendí, me dio la orden de que lo dejara dentro de un libro de la biblioteca. En ese punto yo cumplía órdenes por un sueldo que me seguía pareciendo justo. Las vacaciones habían terminado. Trato de recordar el nombre del libro en el que puse la hoja. Se disolvió en el olvido con los rostros de las inquilinas del vecino narizón.

Todo lo que se ha dicho, me dijo la trenza unos días después de mi encargo en la biblioteca, todo lo que se ha pensado, hecho o intencionado, toda la memoria del universo tiene un registro fuera de la memoria misma. Yo estaba sentada a la mesa cenando, su voz logró detenerme. Ya no era la voz de mi amiga, ya no era una voz humana en lo absoluto. Hubo un corte de luz en todo el barrio desde temprano y había puesto una vela en el centro del comedor. El fuego temblaba y yo también.

La trenza me hablaba desde una mesa auxiliar cerca de la puerta del apartamento, donde la había dejado junto a mi juego de llaves. Todo lo que se ha dicho y todo lo que se ha pensado, hecho o intencionado, todo tiene un registro fuera de esa línea recta que usted llama memoria, dijo. Me quedé callada una vez más. Quería contemplar hacia dónde se dirigía aquella frase como quien camina junto al agua mirando su movimiento. Todo lo que se ha pensado está en el registro, el registro es fuerza vital fuera de este plano de este plano de este plano de este plano: a menor vibración mayor aparente presencia en el espacio, se trata de física metafísica, materia antimateria; una de las máximas manifestaciones de las vibraciones la ofrece la onda onda onda onda onda onda onda acústica: la música; este plano fuera de los planos: el registro en las tablillas indestructibles de la luz del pasado de la luz del futuro de la luz del presente que registran fuera del kronos donde se rompe la estatua griega y en sus restos se destruyen de nuevo mil veces el futuro el presente el pasado, el principio el fin que son ilusión y lo que hay en medio que es fantasía yo puedo ver los restos ahora en llamas; ver el fuego en el muro de la caverna no las sombras, mirar el fuego y no las sombras, porque las sombras son ficciones de la ficción, las sombras arden en el fuego sutil el fuego que trepa por el muro para bajar al cielo al fuego al centro al segundo do en el que hay exactamente el doble de vibración y las siete partes intermedias son desiguales al fuego al tiempo a la hija y si yo muero no muero por usted muero por mí, hija, si su padre duerme sobre la hierba que crece en su propia tumba es porque el calor del sol lo hizo subir y abandonar el sepulcro que crece en la hierba de la que nace el padre que entra en el vientre de la abuela que entra en el vientre de la hija y no al contrario porque la muerte no es palabra en los labios sino polvo sobre la baldosa: solo hay nacimiento encima del sol.

Imagen distorsionada de una persona moviéndose, probablemente bailando.

La voz fue la voz de mi abuela por un momento, luego fue algo más.

¿Y el espacio?, me dijo la voz. ¿Qué hay con el espacio?, le dije a mi abuela. Me temblaba la mandíbula en los brazos de mi madre, junto a mi padre, en el calor de mi tierra, aunque no es mía y ya no es tierra, es la idea de mi pasado, soy esa voz, el calor fuera dentro fuera dentro de este altiplano. El espacio, la quintaesencia, sonido que construye todo, el vacío habitado, la poesía, dijo mi futura mejor amiga con la voz de su nieta. La vela se apagó cuando mi sobrino aún no nacido ni concebido la sopló. No podía ver mucho dentro de la sala, pero una vez la voz pronunció la palabra arupa, la oscuridad empezó a moverse siendo ella misma el cuerpo sin cuerpo.

Yo lleno el universo por encima de todas las palabras, dijo, a través mía circula el viaje, aquello que sostiene el vuelo de los pájaros cuando los muertos aplauden en la eternidad: <<Dua Ghi-et-tha-mu, luz interminable, vacío y espacio, oscuridad permanente, ante la suavidad iracunda del frailejón me postro, cielo de perfecta beatitud>>. La que había sido la habitación de mi amiga se iluminó. El barrio a oscuras y su pieza llena de luz. Una luciérnaga que sale a través de la ventana. Me asomé por la puerta. Las palabras para nombrar aquello no se han creado ni se crearán: todo lo que escapa del lenguaje sucedió allí. La cama, el cepillo, el espejo, la ropa, el dinero y todo lo demás ardió en el fuego blanco y frío. Y la voz: <<truk V-onn-egut, djung-zhi, que vino para confundir y divertir a todos los seres, ante los tralfamadorianos de los Tres Diez Once Cuerpos>>.

El fuego se ahogó. La habitación entonces vacía y ese olor a pelo quemado. De la trenza sobre la mesa solo quedaron las dos moñas con las que estaba amarrada. La luz volvió y alguien tocó a la puerta del apartamento. No hubo un ruido seco de nudillos sino dos golpes amplios, fuertes, capaces de ocupar la sala y las habitaciones y el baño. Por los golpes de atarbán, llegué a pensar que podía ser mi anterior jefe. Y yo que había visto la plata quemarse en el incendio blanco, incluso pensé en disculparme. Pero era el vecino de la casa de enfrente con su hermosa nariz torcida. No dijo nada. No dije nada. Nos miramos durante un rato igual de confundidos. A los dos nos había sucedido aquello, estuve segura solo con verlo ahí parado. Traía un libro sin tapas en la mano y me lo entregó. Luego se fue. Quise saber quién lo había dejado subir pero bajó tan rápido que ni sus pasos ni sus jadeos hicieron eco escaleras abajo. Aún con la puerta abierta leí esto en la primera página: <<ante la suavidad iracunda del frailejón me postro>>.

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