Cuento

Quimera 1: Esporas

Quimera 1: Esporas

Ángel Carrillo
Imagen portada de
Ángel Carrillo
2021-08-31

Ángel es fotógrafo, escritor, diseñador y editor. Desde 2014 hasta enero de 2021 fue el editor de la revista Cartel Urbano. Ha publicado crónicas, entrevistas, reportajes y fotoensayos, pero sobre todo cocina rico y barre bien. Pueden seguirle la pista en lasfotosdeangel.com y en su cuenta de Instagram. QUIMERAS es un espacio mutante de ficción. Aquí se hibridan mensualmente los delirios de un narrador con algunas preguntas filosóficas, criaturas extrañas y situaciones enigmáticas.

Las raíces forman un esqueleto en la tierra, con hojas muertas amontonadas en los rincones.
Virginia Woolf

Decido apagar la computadora cuando siento que el ojo izquierdo se me desorbita.

Me pongo las palmas frías sobre las dos cuencas. Hago solo un poco de presión para que la temperatura de las manos atraviese la esclerótica y el cristalino y llegue al nervio óptico con la cautela de quien soba el lomo de un gozque arisco y despeinado.

Una vez llega al cerebro, la dosis chiquita de frescura empujada por mis manos me ayuda apenas a entibiar una masa incandescente de pensamientos azarosos.


<x-quimera1>una migraña<x-quimera1>

<x-quimera2>allá<x-quimera2>

<x-quimera1>con la forma de una criatura peluda de treinta patas<x-quimera1>

<x-quimera2>lejos<x-quimera2>

<x-quimera1>haciendo planes para establecerse en mí.<x-quimera1>

Con treinta patas cualquiera es capaz de avanzar rápido.

Doy vueltas por la casa masajeándome la sien izquierda. Me han dicho que es inútil. No me importa, lo hago y lo repito de forma circular. De la cocina salgo con un pellizco de pan en la mano, pero me devuelvo por un sorbo de agua porque tengo la boca como un estropajo tirado al sol sabanero. Avanzo de baldosa en baldosa sin pisar las juntas: como en la niñez en la infancia: como en la juventud en la adultez: como en las sombras está la sombra: como en el océano se acomoda el ronroneo del río al desembocar. Y el gozque, ahora más calmado, herido, bebe en la orilla.

Hago seis lagartijas contra la pared del estudio. Contra el piso nunca he sido capaz por una cuestión de fuerza pero también por una cuestión de empeño: el forcejeo contra mi mente empeñada en el debilitamiento de mi tejido muscular.

Esta perseverancia de la memoria corporal.

Esta dureza del pan rollito. Dizque fresco.

Llevo dos días solo en casa, mi pareja se fue de viaje. Marco los números telefónicos de tres personas que conozco y nadie contesta. De cualquier manera, no sé de qué hablarles. Podría quejarme de la aspereza de la toalla y de cómo ha ocasionado que la suavidad de mi piel se haya perdido como se pierde el sentido del humor cuando no hay a quién contarle el chiste. También podría quejarme del sabor metálico que tengo en la boca. Me cepillo los dientes cinco veces al día por precaución. Por prevención. El gozque, amelcochado y colipeludo, gruñe y muestra el sarro de los colmillos.

¿Aló? Yo pensé que lo había cogido cagando. La gente anda muy ocupada últimamente. Esta mañana me estaba acordando de usted, de la vez que fuimos a los cerros, que caminamos como cuatro horas y nos perdimos y tuvimos que devolvernos cada uno por su lado. Yo encontré un arroyo que bajaba suavecito y metí las manos y bebí, y el agua era fresca como lamer el nevado, como chupar el cielo. Había una cerca y me encaramé y seguí y encontré a unos militares en un polígono de tiro, ta, ta, ta, pero en ese momento yo ni idea del entrenamiento, pensé que me estaban echando los tiros a mí, ta, ta, ta, entonces empecé a correr y me fui de jeta por allá por un precipicio y rodé y mientras rodaba pensé en mi cucho muerto. Me encomendé a él, le dije: cucho, yo casi ni supe de usted, la verdad no lo conocí mucho, y lo poco que sabía se me ha olvidado. Es que él murió cuando yo estaba pequeño y a veces no recuerdo la geometría de su cara, la imagino más hexagonal pero mi mamá me dice que era más como un polígono simple, sin los militares y sin los tiros. La frontera de sus facciones compuesta por un solo contorno. Yo ya le había contado esto a usted, yo me repito, sí, pero ni se imagina el susto. Yo rodando. Ta, ta, ta. Se me salió el celular del bolsillo del tramacazo y me quedé sin con qué llamarlo. Me fui abriendo camino como hace uno cuando…

¿Aló? Oiga.

<x-quimera3>y la criatura<x-quimera3>

<x-quimera3>la nuda<x-quimera3>

<x-quimera3>la panza un montón de esporas<x-quimera3>

<x-quimera3>las esferas<x-quimera3>

<x-quimera3>de sus ojos<x-quimera3>

<x-quimera3>un montón de esporas.<x-quimera3>

<x-quimera4>Acá<x-quimera4>

<x-quimera4>la criatura<x-quimera4>

<x-quimera4>respirándome en la nuca.<x-quimera4>

Cuando nos mudamos a esta casa empezamos a trabajar la tierra del jardín. La abonamos con nuestro alimento. Y la tierra se puso negra, se hizo profunda, y en ella ahora yo puedo ver el funcionamiento de mi cerebro, las capas, los apelotonamientos, el caos. Su origen. Mi memoria es un terreno que necesita transitarse. Remover y surcar. Lastimarse, alimentarse, repasarse. Mi memoria tiene ahora lombrices. Entonces me brota un uchuvo, tomate, caléndula. Se encaraman sobre el romero.

Salgo al jardín con el balde de desechos porque ya nadie me contesta el teléfono. Podría quejarme. Golpeo la tierra con una barra de metal. El sol me da latigazos en la nuca y azota una de las treinta patas de la criatura. Se la arranca. Ella sangra al caer. La sangre es negra. Agoniza en la tierra pero con veintinueve patas a su disposición perfora el terreno y se pierde. Yo golpeo la tierra. El hueco ya casi tiene la profundidad necesaria para verter el baldado de cáscaras y restos en descomposición que se han acumulado a lo largo de la semana. De lo que se pudre también se nace. Podría quejarme. Y golpeo una vez más y escucho que se queja, la tierra. Eso me parece. Suelto la barra y escarbo con las manos. El mundo se me mete entre las uñas y en los surcos de la piel. Se hace evidente la textura de las cosas.

Escarbando encuentro un dedo. El dedo se mueve y está unido a una mano. A un brazo. A un hombro. A un ojo marrón. Al plexo solar.

Escarbando encuentro un cuerpo enterrado en el jardín de mi casa.

Jueputa.

Escarbando encuentro a una persona enterrada en el jardín de mi casa. 

Como la tierra, está viva. La ayudo a levantarse. Se sacude el pelo, que lo lleva corto y parado con gel. Usa un aretico plateado en la oreja izquierda. La camiseta excede su talla, al igual que el pantalón. Es un adolescente y su anhelo excede la talla de su cuerpo. 

Ayúdeme a encontrar el otro zapato, me dice. 

Cojo la barra y golpeo. Busco lo que llevo años sin encontrar.   

Lo imaginé más viejo, me dice también. 

Le agradezco el cumplido entregándole el zapato que le hace falta. Se calza.  

Él se arrodilla y hunde los dedos en la tierra del jardín y me dice que lo espere y escarba con un delirio que me entusiasma. Lo extrañaba tanto. El perro, el gozque, lo ayuda, escarban. Sacan primero una patineta y luego otra.

Él, como siempre, rueda muy bien. Tira trucos con la soltura de siempre. Cae con gracia, sus rodillas son amortiguadores. Ondula el exceso de su anhelo al viento. Y su ropa también. Raspa el zapato contra la lija de la tabla: gira en vertical, gira en horizontal. Lo imito, siempre lo imité. Me impulso cinco veces y me lanzo cinco veces a un vacío y cinco veces me tengo que levantar del asfalto con sangre en las rodillas.

<x-poetry>La calle nos pertenece.<x-poetry>

<x-poetry>Nuestra, es lo único.<x-poetry>

<x-poetry>Y míos los anhelos.<x-poetry>

<x-poetry>Y suyo el vacío de la luz en la que ingresó.<x-poetry>

Pero vuelve ahora, de la tierra, y rodamos y la luna nos persigue, nunca nos alcanza. Él me guía y doblamos a la derecha y saltamos un muro y nos descolgamos por una avenida delgada. Esquivamos huecos a toda mierda. La señora de las papas chorreadas. El manco de la chunchulla con gaseosa en vaso desechable. Rodamos. Las rampas escondidas bajo la ceiba. Me agacho, las piernas alineadas, la mano derecha tocando el alerón trasero de la patineta. La izquierda rozando el pavimento. Aerodinámica es mi mente ahora que ni el aire puede perturbar. Él me guía, mi amigo, y doblamos a la izquierda. Reconozco el sitio al que me lleva. Yo dejé que le hicieran daño en esta calle. Mientras corría, aquella vez, mientras huía, yo vi cómo él no podía correr. Lo rodearon. Lo robaron. Lo cascaron. Y yo me fui. Uy, suerte es que le digo. Me salvé. Y ahora lo rodean de nuevo y él me ha traído hasta acá para que yo vea cómo lo rodean.

El gozque ladra con un ladrido nasal. Busca la orilla del río, pero lo que encuentra es el charco tornasol de la noche, que refleja el sol que me latiguea la nuca.

Y yo veo cómo lo rodean. Y me veo a mí huyendo, abandonándolo. Me veo desde otro lugar, estoy fuera de mí, en otro tiempo, cuando el calor hacía que las palomas se desmayaran. Podría quejarme, pero sigo abonando la tierra del jardín de la casa con mis desechos y las lombrices se asoman. Partidas por la mitad las lombrices aún se mueven. Qué ímpetu. Parecen dedos. Relleno el hueco que hice: que soy. Aprieto la poca tierra que queda en mis manos.


Si esto le pasa a este mientras sale a abonar su jardín, imagínese lo que le pasa cuando sale por un corrientazo.

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