Opinión

No me jodan: autonomías rotas y cuidados imposibles

No me jodan: autonomías rotas y cuidados imposibles

Lisette Varón Carvajal
Imagen portada de
Camilo Calderón
2022-01-21

No sólo es difícil cambiar la base de una dieta por completo, sino que Arley tenía voluntad propia. Le pedía a conocidos y extraños que le gastaran un pan o que dieran una monedita y se iba a la panadería. Nadie podía evitarlo. Lo único que detuvo su voluntad imperiosa fue la enfermedad misma que la dejó sorda, ciega y en cama. Hasta el final de sus días, Arley pidió el tinto que tanto le gustaba. Extrañaba la panela, la papa, el mojicón.

Mi tía Arley murió el 30 de agosto de 2021, aunque no le gustaba que le dijéramos tía. Nunca se sintió como una y yo tampoco la veía así.

Después de pasar varias semanas de sufrimiento en una clínica de Ibagué la mandaron a su casa. Su cuerpo había sido abusado y maltratado por todas esas drogas que le dieron y por esa desidia que, al final, la mató. Arley ya no quería vivir y cada vez resultaba más difícil que sus hermanos la quisieran cuidar. La aceptaban con reticencia y desgano, y ya en los últimos días contrataban a alguien para que se quedara con ella cuando les tocaba el turno, un sábado de cada mes. 

Arley no murió en el hospital. Arley fue devuelta a su familia para que se terminara de “recuperar” con un programa que se llama “hospitalización en casa”, un eufemismo para decir: “aquí se la entregamos para que muera en casa”. ¿Y sabe qué? A mí no me molesta que Arley haya muerto en la casa donde también murió su madre, su padre, e incluso donde ella y sus hermanos nacieron; hay una belleza poética en ese círculo de la vida y la muerte. Incluso, agradezco esa decisión. Pero ¿por qué esa falta de sinceridad, por qué esa condescendencia médica que le tiene que ocultar a uno hasta los términos de la muerte de su familiar cuando uno puede soportarlos, prepararse, esperar y despedirse? ¿Por qué hacerle creer a sus cuidadoras que el poder de la vida de Arley estaba en sus manos? ¿Para qué entregarles un montón de máquinas que nunca les enseñaron a usar cuando ya no había nada que hacer ante la marcha inexorable de la muerte? ¿Por qué llevaron a Arley a “recuperarse” en casa a las 11 pm en medio de un aguacero? Estas son preguntas sinceras que les hago a los médicos de Arley, a sus enfermeras, a los administradores de los hospitales, e incluso a los que la llevaron en la ambulancia. Explíquenme cómo es esa una práctica humana de la medicina. 

Arley llegó a la clínica San Francisco el 15 de julio por un bajón de azúcar. Sufría de diabetes desde antes de cumplir 50 años y nunca pudo mantener a raya la enfermedad. Nunca quiso. Arley tenía una discapacidad que adquirió después de una fiebre causada por una meningitis que casi se la lleva cuando era una niña. O así me lo han explicado siempre: que Arley sufrió un “retraso” y ahora “es una niña para siempre”. Arley aprendió a firmar su nombre, e incluso votaba (¡!). Le encantaba hacer el café después del almuerzo, darle de comer a los loros, lavar la ropa (a mano, claro), y bailar, ¡sí que le gustaba bailar! Prendía su radio todas las noches y cantaba, o susurraba, hasta antes de quedarse dormida. De esa forma se preparaba para las fiestas de diciembre, cuando siempre se quedaba hasta el final, aunque ya nadie la estuviera sacando a bailar o el mujerío que es nuestra familia ya se hubiera ido a dormir. Mi abuela también se quedaba hasta el final y en eso se parecían las dos; hasta que se acabara la fiesta o amaneciera, y alguien tuviera que hacer el caldo para los enguayabados.

 Arley nunca pudo controlar su azúcar: le gustaba el tinto con panela, el mojicón con gaseosa de la panadería de la esquina, y las papas fritas que me hacía cuando yo era pequeña y me quedaba allá con ellas. Mi abuela también desarrolló diabetes, aunque después de los 75 años. Ella fue la cuidadora de Arley hasta que la vejez se la llevó en 2020, y ella tampoco se cuidó. Nunca cambió sus hábitos alimenticios. Trató de bajarle al azúcar y a los dulces, sobre todo cuando volvía de sus estadías en el hospital, pero le costaba entender que los carbohidratos, la papita, el plátano, la yuca, todo eso que tanto le gustaba, también se convertía en azúcar. Ya siendo grande y consciente de cómo el azúcar se estaba comiendo el cuerpo de mi abuela y el de Arleysita, yo le rogaba, le pedía, me ponía brava, trataba finalmente de persuadirla de que por favor sólo comiera una harina en cada comida. Le explicaba que si era papa, entonces nada de plátano, o que si comía arepa no comiera pan también. ¡Ah! Y nada de azúcar en los jugos, ni gaseosas (¡que son el diablo!) aunque sean diluidas con agua. Mi abuela nunca cambió, ¿Cómo podía hacerlo? Ella creció en el campo y desde pequeña tuvo esa dieta. Era lo que le gustaba y sabía hacer. Eso tiene sentido: cuando uno trabaja la tierra de sol a sol necesita muchas calorías. Mi abuela se fue a Ibagué con sus tres hermanas, perseguidas por la violencia que le mató a un hermano, y esa dieta se quedó para acompañarla, a ella y sus 8 hijos. Peor aún, terminaron agregadas, como signo de modernidad, gaseosas, paquetes de mecato, galletas, y esos temibles azúcares añadidos. ¿Cómo dejar esos hábitos cuando saben tan bien y son adictivos? ¿Por una etiqueta que indique los riesgos? Eso es un comienzo, pero ciertamente no es suficiente. Cuando una bebida azucarada es casi tan barata como el agua, no hay nada que hacer. Las compañías de gaseosas deberían pagar los gastos funerarios de mi tía Arley como compensación por tanto daño, y tal vez también deberían dar el dinero que gastó la familia en citas médicas, medicinas, transportes, pañales, cuidadoras, etc. Si les cuesta dinero tal vez les duela. Un fondo de reparación por tanto daño causado y tanta indiferencia frente a las consecuencias perversas de sus productos en la salud pública.

Arley llegó a la clínica con el azúcar en 18. Ya el problema no era el exceso sino la falta. En los últimos años de su vida, Arley había recibido insulina cada vez en dosis más altas, y era difícil dar con la dosis correcta. Se le subía el azúcar a 500 o se le bajaba a 18. En el último año de la vida de Arley mi mamá se convirtió en su cuidadora principal. Se hizo cargo de todas las cosas una vez falleció mi abuela, e hizo todo lo que pudo. Iba a las citas médicas, hablaba con todo el mundo, mandaba mensajeros con una neverita de hielo para que recogieran la insulina, trató incluso de que operaran a Arley de unas cataratas ya aparentemente irreversibles, le ponía los audífonos y preguntaba, gritando, si escuchaba mejor. Arley quedó completamente ciega y casi sorda al final de sus días. Mi mamá incluso la ponía a hacer ejercicios para que su cuerpo, a diferencia de sus sentidos, no se desintegrara también. Era una escena bella, y casi cómica por el amor de dónde venía: “Arley levante los brazos, alce las piernas, baje la cola”. Y Arley refunfuñaba, pero hacía lo que le pedían porque ella siempre había sido así: brava, irascible pero obediente. Mi mamá también descuidó su salud por cuidar a Arley. Dejó de pedir citas médicas y hasta la cargaba a pesar de sus hernias discales. Desde la comodidad de otra ciudad yo le insistía que no podía hacer eso, que no se podía descuidar, y le preguntaba que cómo iba a cuidar a Arley si no estaba bien. “Después”, era todo lo que me respondía.

No era la primera vez que Arley terminaba en la clínica por las caprichosas fluctuaciones de su azúcar. Usualmente la regulaban el mismo día, o la dejaban 2 o 3 días hospitalizada y ya después la mandaban a la casa. Le decían con firmeza a la familia que Arley no podía consumir azúcar, que tenía que cambiar su dieta. Les hablaban desde la superioridad del que se cree más conocedor (mal del que yo también he sido presa) y la mandaban a la casa con una serie de prescripciones irrealizables. La familia siempre trataba, claro. Mi mamá trataba, mis tías trataban, yo trataba, pero era una pelea perdida. No sólo es difícil cambiar la base de una dieta por completo, sino que Arley tenía voluntad propia. Le pedía a conocidos y extraños que le gastaran un pan o que dieran una monedita y se iba a la panadería. Nadie podía evitarlo. Lo único que detuvo su voluntad imperiosa fue la enfermedad misma que la dejó sorda, ciega y en cama. Hasta el final de sus días pedía el tinto que tanto le gustaba y se quejaba por la falta de azúcar o por las muchas verduras. Extrañaba la panela, la papa, el mojicón.

Pero esta última vez fue diferente. A Arley le descubrieron una fractura vieja en la columna nunca antes diagnosticada. No sabemos cómo esa fractura pasó desapercibida durante tanto tiempo. A Arley la llevaban al médico por lo menos cada dos meses, a medicina general y a citas con especialista, y por lo menos desde hace un año se les decía a los médicos que ella se quejaba constantemente, que todo el tiempo decía “aya yay, aya yay, me duele”. Siempre le preguntábamos dónde le dolía y nunca sabía decirnos. A veces nos asustaba con esos quejidos que salían como de la nada y así mismo se iban. En últimas terminamos acostumbrándonos y se volvieron un motivo de risa y complicidad. Sabíamos que llegarían y se irían como la lluvia del invierno, y nunca imaginamos que había una fractura escondida detrás de ese dolor. Los médicos, en quienes las familias terminan depositando toda su confianza, pensando que tienen toda la verdad, decían una y otra vez que era un “problema psicológico”, que no había una causa física del dolor. Solo hasta el final de sus días la descubrieron, agazapada detrás de todos los otros males. ¿Hubiesen sido diferentes las cosas si Arley hubiese tenido medicina prepagada, o si su familia hubiese sido rica? Soportar una fractura, por meses o tal vez años, caminando y haciendo los ejercicios que mi mamá le mandaba, sin que nadie supiera, sin que nadie se diera cuenta, sin que nadie le creyera…¿Cómo se sentiría eso? ¿Cómo se vive sin poder decir “me duele aquí”, o “en una escala de 1 a 10, el dolor es 8”, o “me duele siempre”?

Sumada al problema del azúcar, la fractura implicó una estadía más larga de lo acostumbrado en el hospital. Ante “tanta quejadera” de Arley, ya normal para nosotras, los médicos optaron por el tramadol, un salvavidas para tanto grito y lamento desafinado. El tramadol desencadenó una reacción de vómito y diarrea imparables, profusos e incómodos. En lugar de suspender el medicamento ante la evidencia de estos efectos secundarios, los médicos aumentaron la dosis y además recetaron dipirona y morfina que la sedaban y la mantenían inconsciente. Llegaron incluso a amarrarla, pues cuando lograba despertarse y medio salir del sopor de las drogas trataba de quitarse todos esos cables que le hacían tanto daño y terminaba llena de moretones. La siguiente preocupación fue su alimentación e hidratación. Decidieron ponerle una sonda nasogástrica para solucionar un problema que los mismos médicos crearon, o que no supieron enfrentar. Si bien no eran los causantes de su dolor, ni tenían la culpa de esas quejas que parecían no tener fin, la solución tampoco era callarlas a toda costa, incluso a expensas del bienestar de la paciente, de su propio cuerpo.

La sonda, o tal vez la larga estadía de Arleysita en el hospital, desembocó en una neumonía. Mi mamá se enteró de esa complicación mucho tiempo después. A ella nadie le dijo, nadie le explicó. Tal vez le comunicaron esa noticia a alguna de sus cuidadoras, una red de mujeres a la que les pagábamos para que acompañaran a Arley día y noche. Una de ellas, la señora Rocío, llevaba meses cuidando a Arley. La bañaba y le daba de comer, la limpiaba cuando se ensuciaba, cuando no alcanzaba a llegar al baño, cuando se orinaba y no se daba cuenta. Le daba mimos y besos cuando el tiempo se lo permitía. Esa señora se encariñó tanto con ella que Arley pensaba que era la madre que había perdido meses atrás. Un reemplazo que Arley tuvo quehacer para sobrevivir la pérdida de mi abuela. Esa mujer siguió acompañándola en la clínica, limpiándola cuando las enfermeras no estaban o se rehusaban a hacerlo: “eso lo tiene que hacer la acompañante”, le decían. Supongo que esa frase tal vez fuera causada por el cansancio colectivo, o por la falta de reconocimiento, o por los bajos salarios, o por las horas agotadoras, o por el trabajo que no da tregua. Trabajo a todas luces esencial, pero poco valorado en una sociedad en cuya cúspide están los creadores de redes sociales y futbolistas y debajo los que literalmente tienen la vida de alguien en sus manos. Hasta ahí la hipocresía de que la vida vale más que cualquier otra cosa. Prioridades equivocadas que esta pandemia nos debería llevar a cuestionar.

Entonces tal vez fue la señora Rocío a la que le informaron, o a Victoria, que tuvo que reemplazar a Rocío cuando se enfermó de una pierna, o de pronto Yanuber, que la cuidó varias noches pero que renunció cuando trasladaron a Arley a la tercera y última clínica porque le quedaba muy lejos. O pudo incluso ser Martha, la mamá de mi prima Daniela, a quien contrataron en los últimos días de la vida de Arley, y que hacía mucho tiempo la conocía y la quería. Tal vez fue a una de ellas, o a ninguna, y simplemente les hicieron firmar un papel para que consintieran el tratamiento (porque ese papel tiene que estar archivado en algún lado) sin explicarles realmente lo que estaba pasando, sin reconocer que la estadía prolongada en esa clínica la estaba enfermando más.

Mi mamá solo se enteró de la infección bacteriana porque solicitó una copia de la historia clínica y le pidió a Daniela, la hija de una de sus mejores amigas que es médica o casi médica, pues está haciendo el año rural, que leyera la historia y le aconsejara qué hacer. ¿Era mejor sacarla de la clínica? Eso nos preguntábamos todos. Daniela le explicó a mi mamá lo de la infección, le recomendó que no la sacara de la clínica en contra de las recomendaciones médicas, ya que esto eximiría a los médicos de cualquier responsabilidad, y dejarían de tratar a Arley de una infección que en ese momento necesitaba tratamiento. Además, Arleysita iba a tener que enfrentar el desafío de aprender a tragar, a mover la lengua, a pasar saliva. Después de tantas semanas el cuerpo olvida y se atrofia, pierde su memoria muscular y entonces hay que re-aprender, recuperar lo que parece obvio, re-entrenarse en las funciones básicas de la vida. 

Arley mejoró lentamente en la clínica Nuestra Señora, a la que la trasladaron ya con esa infección desde la Clínica Minerva. Mi mamá persiguió al médico, lo cazó cual conejo asustadizo, y le explicó que a Arley no le había caído bien el tramadol. Le dijo que ella y sus cuidadoras se habían dado cuenta de que el vómito siempre empezaba justo cuando le ponían ese medicamento, y le pidió que por favor pararan de envenenarla. “Arley estaba relativamente bien antes de entrar a la clínica, doctor: caminaba, hablaba, comía, iba al baño sola. Aquí la tulleron”. Pareció que este doctor escuchó a las que más sabían y por fin dejaron de dopar a Arley. Le quitaron la sonda que tenía en la nariz porque con el paso del tiempo aumentaba el riesgo de infección. Le propusieron a la familia ponerle una nueva sonda que fuera directamente a su estómago para alimentarla, pero mi tío Alexander se negó a ese procedimiento. No quería que Arley sufriera más, que los médicos rajaran su cuerpo, violaran su intimidad, sólo para postergar lo impostergable, para prolongar una vida antes deteriorada pero ahora casi destruida.

A Arley le dieron de alta con ese programa de “hospitalización en casa”, pero a la familia no se le explicó que la muerte podía llegar en cualquier momento, que era cuestión de días. Aun así, todos ya intuían el fin y por eso a Arley la muerte no la agarró sola. Mi mamá, desde que mandaron a Arley a la casa el viernes 27 de agosto a las 11 pm en medio de uno de esos aguaceros torrenciales ibaguereños, iba a estar con ella desde temprano en la mañana y se quedaba todo el día acompañándola. Mis tías también empezaron a visitarla más seguido. Yo había viajado a visitarla desde Bogotá 2 semanas antes, cuando todavía estaba en la segunda de las tres clínicas por las que pasó. La encontré sedada e inconsciente, aunque yo creo que me reconoció y dijo mi nombre como un quejido. “Chao gorda”, me despedí. 

Ya en la casa, Arley emitía frases breves, a veces incompletas, a veces sorprendentes por su contundencia. “Me voy a morir”, le dijo a mi primo Carlos, a quien cuando era joven le lavaba los tenis después de jugar fútbol y le hacía limonada para pasar el guayabo. Arley casi no quería comer, aunque en sus últimos minutos le pidió tinto a mi mamá. Ella accedió a sus deseos y le dio 2 cucharaditas de su amado café. No hizo falta más para que Arley se ahogara y después de un tiempo dejara de respirar. “Se puso moradita” –dijo mi mamá—“y yo le agarré las manos mientras moría”. Se murió en sus brazos. Impulsados para evitar la muerte a toda costa llevaron a Arley a la clínica Nuestra Señora, donde le habían dado de alta 3 días antes. Llegó sin signos vitales. El médico que la había atendido les dijo que ella estaba muy enferma, que tenía una complicación de males, que la habían mandado a la casa para que se despidiera de su familia. La violencia de esa condescendencia disfrazada de amable humanidad. 

***

A Arley la cremaron un primero de septiembre. Alguna vez le había dicho a mi tío Alexander que no quería que la enterraran porque le tenía miedo a las cucarachas. En la misa, el cura alabó su “inocencia”. Arley nunca cometió ningún pecado, nunca hizo mal, vivió en la “pureza” de la niñez. Eso es cierto, bajo cierta óptica. Pero no porque Arley no cometiera errores o no se portara mal. Arley se ponía brava, podía ser grosera, ruda incluso. Además sentía deseos, le daba curiosidad su propio cuerpo y nos lo hizo saber. Reconocer la humanidad de Arley y la de las niñas con quienes tanto se la comparaba implica entender que, como cualquier otro ser humano, Arley se equivocaba, no era perfecta, y no fue siempre feliz. A veces, cuando le pedíamos a Arley que se tomara su medicina, que no comiera dulce, o que no se fuera a la panadería ella solía respondernos: “no me joda”. Amaba esa frase. Quizás para ella significaba “soy un ser autónomo, déjeme en paz”. Esa autonomía siempre presente de Arley fue rota y violada por un sistema médico que la trató como un manojo de síntomas, y no como un ser humano. “No me jodan”, les hubiese dicho si la hubiesen dejado, y a su manera les estaría pedido que cumplieran con su juramento hipocrático: “en cualquier casa que entre, lo haré para bien de los enfermos, apartándome de toda injusticia voluntaria y de toda corrupción (…)”. Arley, entonces, no cometió “pecado” por el simple hecho de que vivió la vida cómo mejor pudo, en sus términos, y nunca le hizo mal a nadie.

Una imagen del discurso del cura me gustó y se quedó conmigo. Mi abuela murió hace poco más de un año y se fue antes, nos dijo el cura, para esperar a Arley y acompañarla en su camino. No creo en un cielo católico ni en una vida después de la muerte. Tampoco soy atea ni una completa escéptica pero me gusta cerrar los ojos e imaginar a mi abuela en una especie de espacio vacío, esperando a Arley y eventualmente agarrándola de la mano como tantas veces lo hizo en vida, como Arley siempre estuvo acostumbrada a que su madre lo hiciera. Quiero pensar en eso y en las personas que fueron a la misa y rezaron todos esos padrenuestros y avemarías y nos acompañaron, tal vez ya no a Arley, sino a nosotras, las que quedamos atrás. Quiero pensar en Liliana, esa mujer que fue con su hija y con su sobrina. Esas niñas nacieron en la casa de mi abuela y crecieron al lado de Arley. Angie, una de ellas, me dijo que se la pasaban jugando y que una vez Arley le prestó una muñeca. “Tenía que quererla mucho” –le dije yo—“a Arley no le gustaba prestar sus muñecas”. Después de mi abuela, las muñecas eran probablemente lo que Arley más amaba en este mundo, y las tenía a todas en una repisa, muchas veces dentro de la caja original.

Arley: te quisimos mucho a ti y a tus muñecas. Perdónanos por no haberte sabido cuidar mejor, hicimos lo que estuvo a nuestro alcance. El cuidado agota, frustra, es devastador. Es injusto, además, en su distribución por género y en su pobre remuneración. El cuidado destruye familias y las agrieta desde adentro. Nada es igual después del cuidado. Mi familia sabe eso bien después de haber tenido (o querido, que en este caso son sinónimos) que cuidar al abuelo Pablo, al primo Jairo que tenía epilepsia, al tío Eddier que consumía drogas, a la abuela Magola que cuidó a todos los anteriores, a Arley, y ahora también al tío Eliécer. 

Estas palabras no pretenden despertar pésames ni palabras de aliento. A mí no me escriban “siento mucho tu pérdida”. Arley se quería morir y estaba sufriendo mucho. La familia Carvajal también. Lo que sí quisiera escuchar es que Arley no tenía que morir como murió, que las cosas hubiesen podido ser diferentes, que Arley hubiese podido tener una vida y muerte más dignas. Quiero imaginarme un mundo donde estar en el régimen subsidiado y no tener prepagada o plan complementario de salud no es una sentencia de muerte u olvido. Quiero vivir en un mundo donde médicos y enfermeras se reconecten con el sentido ético de su profesión, y donde la neoliberalización del Estado y la medicina no nos lleven a la apatía y la indiferencia. Quiero un mundo donde la muerte de Arley nos duela, no por el cuándo, sino por el cómo y el por qué. Quiero un mundo de agraviados indignados que se quejen y tengan una tribuna pública para airear esas voces. Como respuesta, quisiera unos agraviantes que se disculpen y cuestionen su comportamiento. Eso no es mucho. Quiero imaginarme un mundo que puede ser diferente.

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