Opinión

No solo somos desastres, también somos milagros

No solo somos desastres, también somos milagros

María Teresa Flórez
Imagen portada de
Marcia Díaz
2022-06-01

Este texto fue escrito el 30 de mayo de 2022

Me asusta sentarme a escribir estas palabras porque de algún modo también he perdido la confianza en nuestro lenguaje. Una parte de mí siente que las palabras son insuficientes ante un panorama como el que tenemos hoy en Colombia. Sin embargo, tomar esta postura, atender a lo que siento y ponerme a escribir es lo que sé hacer y es lo mejor que puedo ofrecer. Las palabras son mi refugio, así que trataré de que ellas den cuenta del estado de mi corazón. Voy a confiar en que ellas son un bálsamo para aliviar nuestros corazones ardidos.

Anoche escuché el discurso que dio Petro, sus palabras llenas de verdad, de amor y de compasión por supuesto me conmovieron. También escuché el discurso de cierre de campaña de Francia Márquez, tan bello y tan verdadero. La crisis ecológica que hoy vivimos es la amenaza más grande que ha enfrentado la humanidad y la vida de la Tierra tal como la conocemos. Necesitamos líderes políticos que planteen programas de gobierno que reconozcan esta urgencia y propongan maneras de transitarla. En sus discursos tanto Francia como Gustavo dan cuenta de su comprensión del carácter sistémico de la crisis, es decir de cómo los problemas sociales, económicos y ambientales que atravesamos particularmente en Colombia están interconectados y son interdependientes. Por tanto, deben ser abordados con propuestas que solucionen múltiples problemas simultáneamente. Ambos discursos me devuelven la confianza en las palabras, pobres vilipendiadas en nuestro país porque las usamos para engañarnos, atacarnos, señalarnos, separarnos en vez de pronunciarlas para conectarnos los unos a los otros. Ambos discursos son la promesa de una política en la que no se disputa el poder para saquearnos, una política que nos devuelva la confianza en nuestros líderes y en las palabras que nos dicen.

Esa es justamente una de nuestras más grandes heridas, la desconfianza que nos tenemos los unos a los otros; la confianza que no tenemos en nuestros sueños; la confianza que no tenemos en que podemos cambiar el estado de las cosas en Colombia. Anoche esa herida nuestra escocía ¿Cómo puede ser que no hayamos elegido de una vez este proyecto político que es una apuesta por el cambio que necesitamos? ¿Cómo puede ser que estemos ante la inminente amenaza de ser gobernados nuevamente por el autoritarismo? También siento nuestra rabia y nuestra impotencia. No son emociones agradables, pero notar que las sentimos colectivamente me alegra. Aunque parezca contraintuitivo, nuestro dolor también es una buena señal, indica que estamos atentos a lo que está sucediendo, que nos importa, que reconocemos que no podemos sostener por más tiempo este caos en el que vivimos. Indica que estamos conectados los unos a los otros y que queremos aliviar nuestro sufrimiento. Si a alguien no le duele la crueldad con los otros, esa persona está enferma y necesita que la acompañemos a recuperar el equilibrio de su salud emocional. Mientras sentimos este dolor podemos agradecerle  por lo que nos muestra de nosotros mismos.

La desconfianza es una herida que nos entrega fácil a la derrota. Lo primero que se ataca cuando se quiere romper una comunidad es la confianza, el hilo que compone el tejido social. Sin la confianza entre los miembros de una comunidad es fácil destruir la vida común, con todo el desamparo que esto trae como consecuencia para todos. Quizá podemos coincidir en que todos los colombianos hemos sido víctimas del conflicto armado en este aspecto: la ruptura de nuestro tejido social nos ha dejado solos y llenos de desconfianza ante el otro, que nos parece siempre un potencial peligro. Escuché a Ángela María Herrera, emprendedora por la paz de Manifiesta hecho en Colombia, decirle a Jean Claude Bessudo que las nuevas generaciones no hemos podido vivir un solo día en paz. Hemos crecido con la desconfianza como norma, pero ya no aguantamos más al miedo signando nuestras vidas.

Conocemos la derrota porque estamos acostumbrados a ella, por eso volvemos a su lugar. Anoche vi cómo nos entregábamos desahuciados sin siquiera darnos cuenta de que no habíamos perdido, sólo no obtuvimos el resultado que esperábamos tal y como lo esperábamos. En este momento eso no solo no es políticamente estratégico, es negarnos la oportunidad que efectivamente tenemos en las manos. Tampoco es ético con Petro y Francia asumir la derrota ahora. La suya ha sido una campaña valiente: ambos decidieron no arredrarse frente a las amenazas de muerte que recibieron durante estos meses, a nosotros sus electores nos corresponde respaldarlos sin ceder al temor que nos causa la posibilidad de que sea elegido su contradictor.

Por mi parte, no quiero entregarme a la derrota porque me niego a resignarme a que siempre viviremos en la injusticia y la violencia. Me niego a convencerme de que Colombia es un cagadero donde las cosas siempre pueden estar peor. Pero me cuesta, porque una y otra vez este país nos rompe el corazón. Aquí estoy movilizándome, haciendo el esfuerzo, atendiendo a mi -nuestro- dolor. 

Me resisto a la derrota no porque quiera embriagarme con la vana ilusión de la victoria de “los buenos”, lo hago porque genuinamente siento que necesitamos sanarnos de haber repetido tanto la narrativa impuesta de Colombia, la del cagadero condenado. Ayer Petro en su discurso nos decía que “el cerebro de los y las colombianas no es diferente al de los estadounidenses, no es diferente al de los chinos, no es diferente al de los europeos”. Eso es justamente lo que necesitamos asumir, que el pueblo colombiano no es diferente al resto del mundo; no somos una rareza, una anomalía, no estamos condenados por una naturaleza barbárica y monstruosa. En el prólogo que escribió el profesor José Luis Falconi para el fotolibro Retratos de un país invisible de Jorge Mario Múnera nos dice sobre esa profecía autocumplida que creemos es nuestro destino que:

"Si es difícil para el lector distinguir entre el oscuro cinismo contenido en esta clase de creencias sobre las sociedades Latinoamericanas y aquel que traían los primeros europeos que arribaron a estas costas, es porque son básicamente el mismo. En efecto, como aparece bien documentado, desde comienzos de la época de la Colonia: el territorio americano ha sido concebido como lo opuesto al ilustrado continente europeo, siendo marcado como un espacio de muerte, como el reino del terror. Por tal razón, el cínico de la actualidad es, en últimas, una versión modernizada de un colonizador del pasado. Tal como el colonizador original, el cínico de la actualidad también cree que por estar habitadas por seres irracionales, las Américas son, de manera natural, un lugar aterrador en el que sus habitantes solo pueden vivir bajo una cultura del terror. La continuidad entre pasado y presente está marcada por el terror como principio cultural reinante. Así fue entonces, así es ahora: “es en el mundo de los mendigos donde la cultura del terror encuentra su perfección."

El reto que se nos presenta es grande porque tenemos que confiar en que los colombianos no solo somos desastres, también somos milagros. La desilusión de la expectativa no cumplida nos hace reaccionar buscando en los otros al culpable de la situación. Delineamos en ellos un bando opuesto y asumimos neciamente su estupidez, su monstruosidad, su vileza. Esta es la conclusión fácil, pero no es la que nos llevará a vivir en paz en nuestro país. Decido confiar en que la gran mayoría de los votantes de los otros candidatos lo hicieron por miedo al cambio, consecuencia de la demonización de la izquierda que se ha hecho históricamente en este país. Encuentro en esta posibilidad un terreno más fértil porque en ella soy capaz de reconocer que el otro y yo no somos distintos pues tenemos en común nuestras emociones.

Hace cuatro años me peleé con mi papá por esta época. Pese a que hemos sido muy buenos amigos, después de una discusión muy fuerte dejamos de hablar por un tiempo. Me hirió profundamente su voto por un candidato que yo sentía que a todas luces era una amenaza. No podía creer que mi papá hubiese votado en mi contra, lo sentí como un ataque personal. Resolví juzgarlo por una sola de sus acciones, aunque yo conozco toda la ternura, el cariño y la bondad de la que es capaz. Cerré cualquier posibilidad de diálogo con una persona con quien siempre he podido hablar. Mi error fue no haber reconocido que él no votaba por ese otro proyecto político porque quería las cosas más terribles para nuestro país, realmente mi papá tenía mucho miedo de la ruina económica colombiana.

Ante el miedo de una persona es absurdo restregar su irracionalidad, pues los miedos funcionan justamente de forma irracional. Aunque fuera gracias a una campaña basada en mentiras -porque quienes aspiran al poder por el poder usan las palabras para conquistarnos-, mi papá verdaderamente votó por el que consideraba la mejor opción para el bien común, convencido de estar haciendo lo correcto. Hoy creo que votantes como mi papá hay muchísimos y cometeremos un error si seguimos cerrando la posibilidad del diálogo. Realmente el enemigo no son las otras personas, es la ignorancia. En lugar de envilecer a los otros, es más oportuno preguntarnos con verdadera curiosidad ¿qué nos pasa? ¿Por qué seguimos eligiendo la ruta del sometimiento?

La esperanza no es la ilusión insulsa según la cual todo será mejor en el futuro porque sí. Necesitamos ser lo suficientemente fuertes para aceptar la posibilidad de que el resultado de la contienda electoral sea el que tememos. Esa aceptación mantendrá nuestros pies en la tierra, ella nos dará soporte. Aún si esto llega a suceder tendremos todo por hacer, porque nuestro objetivo real no es que Petro y Francia lleguen a la presidencia, ese es uno de los medios. Nuestro verdadero objetivo es transformar este país en un lugar donde todos tengamos una vida digna, donde haya prosperidad y bienestar para todos. Gracias Francia por habernos dejado eso tan claro durante tu campaña: seguirás haciendo política desde el lugar en el que te encuentres porque tu meta no es llegar a la vicepresidencia, ese es uno de tus medios. Tu verdadera meta es posibilitar la vida en paz para el pueblo colombiano.

“Tenemos que legar a nuestros hijos e hijas una Colombia distinta, una Colombia de amor, una Colombia de alegría, una Colombia de paz” nos decía Francia durante el cierre de campaña. Contra todos los pronósticos, elijo aceptar la invitación a este ejercicio de imaginación que nos propone Francia Márquez. Cualquiera que esté atento a lo que sucede en Colombia podría reconocer que ese no es el estado de las cosas en nuestro país, por eso necesitamos de este horizonte político tan prometedor que nos permite visualizar una realidad distinta de la miseria que hoy vivimos. Entreguémonos al fértil ejercicio de la imaginación confiando en que nos mostrará rutas posibles. Esta sí es la esperanza que, en palabras de James Baldwin, hay que inventarnos todos los días.

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