Ficción

Hychuc Zoque II (Helado páramo)

Hychuc Zoque II (Helado páramo)

Invitados LN
Imagen portada de
Marcia Díaz
2020-07-18

Rayaba entonces la una de la tarde por lo que mi afán de poder procurarme buenas horas de la tarde allá arriba en el páramo, en herborizar, caminar, así como explorar mejor este ecosistema tan curioso y endémico de las zonas ecuatoriales andinas, era una necesidad inmediata. Tomé el primer bus de regreso a Bogotá, por ello me sentí aliviado de dejar el pueblo pues me sentía más a gusto arriba en aquella región agreste. Había pocos pasajeros en el bus y me senté cómodamente a escuchar música en la hora que seguramente gastaría de regreso al páramo. El trayecto consistía en atravesar el río Gachetá, la inspección de Sueva, el Valle del Río Sueva y los últimos papales reductos del hombre. Era un viaje enteramente vertical por un valle muy empinado, así que la transición del paisaje sería abrupta e increíblemente diversa, del río a la montaña.

Sentía ya muy cerca el páramo, la tenue lluvia de esa tarde, el frío que se hacía más intenso así como la presencia de los primeros frailejones que tanto me atraían con su curiosa morfología, me hacían contar los minutos y kilómetros para darle la señal al conductor de dejarme en medio del páramo. Lo suficientemente lejos de Guasca, de Gachetá, también como de Sueva.

Nunca he sentido miedo o cobardía alguna en los recorridos que he hecho por el monte, la cordillera o los bosques húmedos de montaña, en parte porque desde mi niñez el amplio mundo de la naturaleza se había entretejido con mi vida, así como hizo lo mismo con la de mis antepasados. Imaginaba el terror que sentiría mi abuela o mi madre de saber que mientras la vida para ellas fluía tranquilamente para esos momentos, su hijo y nieto se encontraba en la mitad del páramo de Chingaza, con una ruana para el frío y sólo con el pasaje de regreso a Bogotá. Por cierto, por andar corriendo en Gachetá ni siquiera había almorzado, tenía una mascada de coca en la boca, era todo.

Me bajé en un sector conocido como El Chital , en el lugar tal vez menos poblado de esa parte del páramo, el conductor me lanzó una mirada de sorpresa como queriendo saber a dónde me dirigía en el lugar más solitario del recorrido. Los pasajeros tampoco pudieron evitar echar una ojeada al lugar en donde me bajaba del bus, cancelé nueve mil pesos y tranquilamente descendí a la carretera. A lo lejos iba el bus con destino a Bogotá, estaba muy confiado en tener el suficiente tiempo para devolverme en el último servicio de transporte que atravesaba el páramo a las cinco de la tarde, todo marchaba bien. Fue cuestión de minutos para que entendiera lo solitario que llega a ser un páramo, o en la lengua de mis antepasados el Muysccubun, “zoque” . Así le llamaban en aquella época al lugar más sagrado de la tierra después de las lagunas, tenía aquel lugar para mis pies y mis manos.

Comencé a caminar en dirección occidente como si fuera a Bogotá, la diversidad en plantas, helechos, licopodios, orquídeas era asombrosa pues el páramo no sorprende con eclipsantes bosques, enormes ceibas, colosales barreras de verde sino con una vegetación de tamaño medio, de arbustos, bosques enanos, pajonales o chuscales que en detalle son increíblemente inmensos, tanto como el solo hecho de poder encontrar una orquídea del tamaño de una moneda de cien pesos.

Así pasaron las horas reuniendo pequeñas muestras de flora, hojas de chite, flores de pegamosco, hojas de frailejón, y solo unas cuantas para poder documentarme de su especie, así no se dañaría la estructura de la planta, e infinidad de plantas más. Siempre caminaba cerca de la carretera porque el sector impedía avanzar muy lejos de ella. La razón, los frailejonales o pajonales se descansaban sobre un suelo completamente lleno de agua, un panorama cubierto de pantanos, ciénagas y riachuelos llenaba todo el lugar.

La humedad era impresionante y a la vez atemorizante, de sentirse el único ser humano que se percibía en metros en medio de un espacio que me dominaba, me hacía comprender con una responsabilidad y juicio gigantes, cualquier consecuencia de mis actos. En ese momento se comprende lo autónomo e increíblemente respetable que llega a ser un mundo sin seres humanos. Sin embargo, no todo en el páramo es motivo de dicha y admiración, a veces llegamos a comprender que los seres humanos, como las plagas de insectos o las enfermedades , son terriblemente invasivos. Incluso hacía tiempo llegaron los hombres a aquella altura tan distante en la que me encontraba, pues muy cerca al nacimiento de un arroyo cuyas aguas cristalinas eran completamente cautivantes, encontré a mi sorpresa más de cincuenta bolsas de basura repletas de escombros, vasos desechables, empaques de icopor, básicamente desperdicios humanos. Tomé algunas fotos para denunciar más adelante aquel atropello en una parte tan poco frecuentada.

En ese momento el manto de belleza del páramo cambió de los pies a la cabeza, entre frailejonales encontraba restos de ropa usada, zapatos desechados, empaques de comida y huellas lamentablemente vergonzosas del más impune irrespeto que se puede ofrendar a la tierra. Tomé conciencia que tal vez el lugar no estaba tan “solo” como parecía y consulté la hora en mi celular, figuraban las cinco de la tarde así que salí a la carretera a esperar el ultimo bus a Bogotá, en el camino hice algunas fotografías, detallé el aspecto del ecosistema, quise infructuosamente encontrar rastros de la presencia o el paso de algún soche o venado de páramo o un oso de anteojos pero fue imposible por la prisa que llevaba, esperé varios minutos en una piedra sentado al borde de la carretera , nada se aproximaba.

Cinco y cincuenta de la tarde, llovía en el páramo, el frío junto con la neblina cerraron el campo visual a unos cuantos metros, en definitiva el viaje que proyecté en un día terminó por detenerse para mí en el lugar más poco estudiado de los Andes. Como solo imaginé un día, no llevé comida, carpa o algún tipo de implemento para pasar la noche. Me encontraba solo y próximo a un día que se convertía en noche, sin embargo el miedo no se apoderaba de mí, contaba con una excelente confianza en el lugar, en el ecosistema. Sabía que podía procurarme comer frutos de agraz, uvas camaronas o de anís si el hambre arreciaba, pero me preocupaba en donde pasar la noche cuando todo a mi alrededor eran pantanos, ciénagas a orillas de una poco confiable carretera. Tenía muchísimo más miedo en los seres humanos, en esta propia especie que es tan poco predecible.

En un altillo a unos diez metros de la carretera entre dos piedras y bajo un frailejón que calculo yo medía unos dos metros encontré mi posada de aquella noche, el suelo en paja no estaba tan húmedo y en posición fetal me arropé con mi ruana sobre el suéter que llevaba bajo esta. En la “chigua” mochila que traía conmigo de Bogotá así como en la que traía de Gachetá traía media libra de hojas de coca, masque varias puñadas y me senté a meditar, en repensar todo el día que había vivido, como en el momento en que me encontraba sin que hubiese planeado terminar así. Serían las siete de la noche en que sucedió todo aquello, la oscuridad es indescriptible, la soledad así como el silencio solo puedo compararlas con la muerte. Sin embargo no hay miedo en aquel lugar, tal vez es inquietante imaginar un oso a las dos de la mañana o un venado que me confunda como una amenaza. Aun así nada, seguía sentado con la ruana envuelto tratando de ganar todo el calor que pudiese. Observé las estrellas y nunca en mi vida hubiese imaginado el más perfecto espectáculo que pudiese tener allí, justo en primera fila, debajo de un frailejón.

Toda aquella estúpida tristeza, esa depresión que me acompañó en la ciudad se fueron al caño cuando empecé a encontrarme que eran meros sentimientos comparados a la necesidad de sobrevivencia que tenía en ese momento. Mis problemas internos parecían totalmente banales cuando descubría que me dolían los huesos y las puntas de los dedos se ponían totalmente heladas. Si buscaba una terapia para mis dolencias mentales, todo el universo y la vida conspiraron para darme la mejor lección de obediencia conjugada con la paciencia. Dormí tal vez unas horas, no pensé por algún momento en bajar a pie por esa carretera solitaria a alguno de los pueblos que atravesé en la mañana. La desconfianza de algún transeúnte o la falta de conocimiento de las zonas bajas me instaron por permanecer allí en un lugar que conocía un poco mejor, pero el frío arreciaba más y ya estaba empezando a preocuparme por más allá que una gripa.

Lo pensé muchas veces tratando de encontrar una solución a esa sensación, pero tuve que apelar a los conocimientos que alguna vez oí, además logré verificar con campesinos, indígenas y vendedoras de hierbas en las plazas de mercado, las hojas de frailejón quitan el frío, sus hojas acolchonadas retienen el calor.

Cinco o seis hojas de un frailejón negro fueron todo lo que necesitaba para tratar de hacer más soportable la madrugada en ese páramo, tal vez se me juzgue de un insensible monstruo, de un completo descarado, de un idiota sin escrúpulos al haber tenido que usar las hojas de una especie protegida para poder evitar una neumonía. Y créanme lo pensé muchas veces, por eso a sabiendas de mis actos, escogí el frailejón más pequeño que pude, solo quité unas hojas que estaban un poco marchitas así que cuando lo hice el frailejón no murió ni le arranqué del suelo y quiero aclararlo, no tendría nunca por un acto realizable talar un ejemplar de dos metros que tuvo que vivir doscientos o trescientos años para tenerlos. Apelé a mis conocimientos racionales del lugar, a las clases de botánica que recibí en la universidad, a los consejos de las gentes que conocí de los páramos, era el acto más sensato para poder contar esta historia.

No destruí el páramo para poder atravesar la noche, hice uso del sentido de la sobrevivencia que acompaña a la especie humana solo en momentos de extrema necesidad. No como otros individuos que en el páramo encuentran ganancias, dinero fácil, tierras cultivables, turismo sin control, yo no buscaba ningún tipo de ambición igual. Las hojas afelpadas las introduje por debajo de mi camiseta y las organicé alrededor de mi pecho. La sensación es muy agradable, pues en minutos pude sentir que el calor se organizaba en el pecho. Di gracias a aquella planta que me salvó de una neumonía. Estuve un rato pasando el tiempo con lo que le daba el tiempo al sol para salir.

A las seis de la mañana pude andar de nuevo, nada especial que contar, el estado en el que me encontraba no era el mejor. Tenía quemados los labios, la boca seca y un cansancio que solo recordaba por las horribles madrugadas de las clases de siete que veía en la universidad. Me arreglé un poco, las hojas que tenía en el pecho las conservé en papel periódico para analizarlas en mi casa. Hice un pagamento con hojas de coca en un frailejonal sobre una ciénaga. Di gracias por aquel viaje, la noche y aquella extraña oportunidad de encontrarme tal vez a mí mismo a través de entender este ecosistema. Limpié la mente de toda esa nostalgia tonta que me congestionó la cabeza semanas antes y me sobrepuse sin necesidad de alcohol, farra, mujeres o anime, un viaje no esperado lo hizo por mí. Caminé un poco más debajo de la carretera cerca de un papal cercano, con lo que mi parada al bus parecería un poco más “normal”, pues un individuo en medio de ese lugar con los labios cortados y con evidente trasnocho puede ser más que un campesino , un guerrillero o un ladrón. Me subí a un bus y me arrojé en la última silla de aquella bestia, miré por la ventanilla aquella tierra que dejaba, no niego que se me hizo un manojo de papel arrugado el corazón, nunca es fácil dejar un lugar como estos. Dejarlo representaba una aproximación de abandonar a mi tierra, un poco de mis costumbres.

Estaba exhausto, me puse a dormir con la compañía de la música del celular, horas más tarde me encontraba en Bogotá llegando a la Universidad Pedagógica, en las calles no crecían frailejones, las basuras atiborraban las alcantarillas, las personas en la calle miraban desdeñosas mi apariencia y se aproximaban a la intimidad de sus celulares, es siempre la misma sensación que encuentro cuando regreso a la ciudad. El hombre aquí se olvida un poco de sí mismo, vive en base a los demás, y olvida que es solo un huésped más en este mundo que tomó por suyo cuyo único objetivo ha sido el de someterlo.

Y sé preguntarán, ¿por qué el día anterior no pasó el ultimo transporte a Bogotá?, la razón es que debido al paro de camiones y transportadores ocurrido recientemente, la vía a la Calera presentaba anormalidades en el tráfico por posibles bloqueos que no se dieron. Razón suficiente para que por seguridad se interrumpieran los últimos servicios del día a Bogotá o al Guavio, a parte y por razones de mi abuela , de noche solían antaño robar transeúntes o atracar buses que atravesaban el páramo, no espero comprobarlo jamás.

Se me juzgará por lo precipitado del viaje, por lo poco planeado que estuvo el recorrido en el páramo. El hecho es que nada resultó como debería haber sucedido, muchas cosas que relaté anteriormente demuestran que traté de tomar las mejores decisiones, y solo cuando ustedes se vean a prueba en la soledad en medio de la naturaleza apelarán a procesos menos mecánicos y mucho más sensatos o por lo menos humanos. Allá arriba se entiende el peso de nuestros actos con la tierra y que no somos la gran vaina ni mucho menos la última gaseosa del desierto. No espero que lo que viví le pase a alguno de ustedes, la vida en conjunto con el tiempo conspiran para hacernos comprender nuestra existencia de formas generalmente inconexas. Yo tuve suerte con entenderme, con un entorno que comprendía desde que mi abuela me enseñaba a caminar y mi bisabuela me hacía con los años amar, estuve en el lugar más sagrado para mis antepasados. Me alegro encontrar que mi huella no se marcó en una tierra tan agobiada y perseguida por la mente incomprensiva de aquellos que ambicionan su caída. A través de aquel viaje, comprendí el paisaje que caminó mi abuelo, una tierra que pertenecía a su historia y por la que labró muchos años de su vida, empero aunque anduve poco en el pueblo de su nacimiento, el resto de aquella ruta talló su hogar en mi mente.

Así trato de encapsular mi historia por la tierra del Guavio , que terminó profundizándose en el páramo , ya luego habrá tiempo para muchas más explicaciones , de este hombre que estudia el lenguaje pero que vive , ama y sueña con los campos.

HYBA

Manuel Gómez Aguaquiña para Laguna Negra

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