Análisis

Estatus

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Invitados LN
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Marcia Díaz
2020-07-19

Tres pasos desde su asiento de espectadora enfrentaron la artista con su público, en el que predominaba la convicción aprendida del rigor indiscutible de sus quehaceres y la tranquilidad de aquellos a quienes se augura el éxito. Para ella, en cambio, las certezas parecían esquivas, dudaba. Parecía como si más allá del motivo evidente de su presencia ante el auditorio, una idea más fuerte creciera en su cabeza. Al fin y al cabo, la identidad tiene su precio. Diseñadora de profesión, que complementó su proyecto inicial con su vocación de escritora de literatura infantil al mismo tiempo que cursaba una especialización y una maestría en este campo. Sus dos pasiones se habían convertido también en insumos para concretar sus planes de escribir e ilustrar sus propias historias, aunque con esto no construya edificios, no dirija bancos o sancione leyes. Brotaba de ella un genuino impulso por transformar, a través de la comunicación honesta, reflexiva y estética, los paradigmas que, a fuerza de recetas y objetivos no siempre ocultos, se han impuesto en este tipo de literatura. Iba contracorriente.

Pero dudaba. Su discurso—acerca de la conjunción de sus oficios— inició con una declaración: quiso elaborar con la mayor seriedad posible los contenidos de su presentación para ser tenida en cuenta y para hacer notar que el uso y el alcance del lenguaje son asuntos tan importantes como los que ocupan a quienes estaban ahí. Su prevención estaba afianzada por antecedentes tan insólitos como haber tenido que enfrentarse a la pregunta curiosa de si eso del diseño y de escribir para niños son, en realidad, profesiones; o el de la voz colectiva que aconseja mejores caminos. Nadie, o casi nadie se atrevería a dudar de los buenos oficios de los otros, para ellos no hay necesidad de justificaciones. Pero no todos gozan del juicio inclemente de la agregación; la voz del pueblo, la voz de Dios.

Esas marcas visibles sumadas a las del inconsciente, tan imperceptibles como sustanciales, son para ella, y para otros a quienes el rótulo de la victoria no les fue impuesto en la sanción social que decide lo útil y lo superfluo, y que delira con un practicismo de corto plazo, el precio que pagan constantemente por haber escogido un camino que no parece muy acorde con la histeria acumulativa y el fetichismo con lo tangible. Su insumisión les cuesta pero el ejercicio de sus talentos les devuelve una satisfacción que recompensa las cargas.

No obstante, la conducta social también tiene sus raíces y resultaría ingenuo acusarla siempre de premeditada, teniendo en cuenta que el marco de referencia de ciertas profesiones en las que existen mayores datos sobre su rentabilidad, y sobre el interés del mercado por ellas, condiciona la visión sobre la información escasa de las no predominantes y amplía los sesgos cognitivos en torno a ellas. Sobre estas ni siquiera aparecen ofertas laborales. Así se forma la idea de que hay que huirles, evitar el fracaso inminente de los que piensan escogerlas. Que expliquen cuál es la utilidad de sus propósitos y que entiendan que de eso no se vive, para que así muera el deseo torpe y se transforme en energía al servicio de la productividad.

Las ideas y la creación estética no tienen mucha demanda, se demanda la operatividad en la que reina la jerarquización cuidadosa; todos en su lugar y con sus respectivos deberes. Cuando se necesita de los servicios del arte o del pensamiento, se les retribuye con desdén y precariedad. Esto conduce a que el común de las opiniones tienda a valorar ampliamente los trabajos que consideran prácticos, trabajos que están permeados por la percepción de la técnica, por una cientificidad—presunta o comprobada— o por la garantía del poder, mientras se conservan suspicacias sobre aquellos donde prevalece la indagación intelectual y la creatividad. Se tiene una marcada idea de hacia dónde dirigirse para alcanzar el progreso, aunque no se entienda qué es lo que eso significa.

Sin embargo, el panorama se escapa de las dicotomías. Como ese imaginario actúa y su premisa es el éxito, la competencia alrededor de los resultados cede terreno a la del encuentro de intersubjetividades, de los egos, del imponerse como mejor —al menos nominalmente— frente los demás, y lo que alguna vez fue vocación orientadora hacia un camino profesional muchas veces se desdibuja frente a la necesidad sesgada del llamado ascenso social. De manera que una vez obtenida cierta posición o reconocimiento, incluso abstracto (la creencia de hacer parte de un grupo mejor que otro), la tarea es mantenerlo. Todo lo que represente cambio produce un rechazo inmediato porque, incluso sin saberlo a plena conciencia, implica pérdida: la defensa del estatus. Tal necesidad de un mecanismo de defensa sólo proviene de la angustia de perder el pequeño mundo del que se es emperador y donde se es el único centro de atención. El otro es visto siempre como sinónimo de rivalidad, aunque se le disfrace con el manto de la prepotencia que ayuda a construir falsas seguridades y a reafirmar la superioridad artificial que se ha forjado de la imagen de unos en detrimento de otros. Todo esto se apoya exclusivamente en la base del lenguaje, pues es sólo a través de él que los conceptos pueden materializarse y asegurar su reproducción. Los consensos y los prejuicios existen porque se comunican. Así, las ideas sobre el éxito o la competencia con los demás son asuntos que se piensan, se dicen y se representan para construir un estado de cosas.

Ahora bien, como el lenguaje es adquirido durante la infancia, así mismo son adquiridas muchas ideas que pueden perdurar durante gran parte o toda la vida de las personas. Lo bueno y lo malo, los caminos honrosos y los del desprestigio, lo deseable y lo reprochable, surge y se afianza en la mente infantil, moldeando posteriormente el carácter del adulto ansioso por sentirse reconocido y mejor que sus semejantes aun cuando carezca de razones para hacerlo. El ego, cuando se desborda y también cuando es insuficiente, tiende trampas que distorsionan la imagen proyectada por el espejo.

Pero no todo está perdido. El mundo no es blanco o negro ni la realidad estática. La esperanza aflora cuando nuestra artista, arquetipo de los transformadores, se dirige con la belleza de la literatura a quienes vienen al mundo gracias al don del lenguaje que les dibuja un mundo variado, interdependiente y complementario para que puedan reflexionar y derivar de allí sus propios juicios más no los que se les imponen. La nueva premisa es que hay espacio para todos, que todos importan. Ya no más rótulos de príncipes y princesas destinados a la frustración, esclavos de las máscaras y del esfuerzo por encajar, es la hora de hombres y mujeres libres y diversos, valiosos independientemente de sus oficios y creencias, constructores de un progreso cargado de contenido. Ya no hay lugar a dudas: he aquí el profundo valor de lo intangible.

Andrés Velasquez para Laguna Negra

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