Opinión

Acordemos lo fundamental: Reflexiones para la construcción de la paz

Acordemos lo fundamental: Reflexiones para la construcción de la paz

Invitados LN
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Marcia Díaz
2020-07-10

Las Bases

El 2 de octubre del año 2016 fue el día escogido por el Gobierno Nacional de la República de Colombia, para preguntarle al pueblo de esa Nación si aprobaba o no el acuerdo al que su equipo negociador había llegado con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP). El mundo entero volcaba su mirada a la esquina noroccidental de Suramérica para saber si después de más de cincuenta años de conflicto armado, el país daba el paso definitivo hacia la construcción de una paz estable y duradera.

No hubo tiempo para el romanticismo, defensores y opositores sabían que la paz no llegaría con la refrendación del acuerdo, pero en todos los corazones había una constancia: se estaba construyendo un acuerdo para alcanzar la terminación del conflicto con las FARC. Hubo quienes lo aceptaron como el primer eslabón de una escalera que conduciría hacia la construcción de una paz verdadera, una con justicia social. Hubo quienes lo miraron como un sacrificio desbordado que exigía más de lo que se podía negociar; y lo negaron.

Será ese nuestro acuerdo sobre lo fundamental: la construcción de la paz en concreto, las expectativas por llegar a la terminación del conflicto. El disenso lo dejamos para la forma, para la respuesta del cómo, el disenso se nos presenta como una incertidumbre: sabemos que queremos paz, pero no sabemos qué hacer para construirla.

Decisión

El 2 de octubre salí a votar como cada integrante de mi familia. Mamá, papá y abuela dijeron que votaban por el sí; yo lo hice. Cientos de razones inundaban el ambiente, mi voto —puedo decir— nació desde el amor propio: no voté por el país que le quiero dejar a las generaciones futuras, voté por mí, por el país en el que quiero vivir, por la realidad que quiero construir, por el trabajo de años, por las mujeres y las historias que conocí. Voté por mis lágrimas, por mi miedo, por mi esperanza, por mis alegrías, por la sonrisa que me quiero dibujar todos los días, por la libertad de saberme en un país sin guerra. Sí, voté por mí.

Epidemia de tristeza en Bogotá

El 1 de octubre recibí en mi celular, el mensaje de una amiga que me invitaba a esperar los resultados de las votaciones en El Parque de los Hippies. Sin dudarlo, el domingo, luego de depositar mi tarjetón, tomé un Transmilenio en esa dirección. Me encontré con guerreras envueltas en lágrimas, con el correr de los minutos y la llegada de los boletines el Sí iba perdiendo terreno en unas votaciones marcadas por la abstención y la falta de resultados concluyentes. O quizá sí hubo una conclusión: el ejercicio del voto aún genera desconfianza, la democracia aún no es legítima en este país.

El No terminó triunfando. La tristeza, las lágrimas, la rabia ¡La digna rabia! Se asomó por los ojos de quienes con banderas blancas en la mano sentían la decepción —una vez más— asomándose en compañía de la desesperanza. “Bogotá cumplió” gritaban algunos, lo cierto es que sólo el 46,33% de los potenciales sufragantes bogotanos votó.

La llamada a una amiga

En menos de media hora, cuatro personas diferentes me hacían la misma pregunta: “¿Y ahora qué? ¿Qué se puede hacer?”. La respuesta a qué pasaría si en el plebiscito se imponía el No era un asunto que había procurado evadir desde que se había anunciado la convocatoria a las urnas. Claro que me lo había pensado y lo había resuelto en mi cabeza, pero no quería exteriorizarlo, no quería materializarlo con palabras y de alguna manera invocarlo, no quería que fuera algo real.

Lo primero que recordé fue la lectura del Acto Legislativo para la Paz —un documento legislativo que incorporaría el Acuerdo con las FARC a la Constitución Política del país— y la sentencia de la Corte Constitucional (C-379 de 2016) sobre el plebiscito. Por un lado, tenemos una reforma constitucional que está ligada directamente con la refrendación popular a través del plebiscito y por el otro, tenemos un mecanismo de participación popular que sólo es vinculante para el ejecutivo. Como bien sabemos, en Colombia el poder público se distribuye en tres ramas: ejecutiva, legislativa y judicial. Lo que acaba de suceder es que con los resultados actuales el ejecutivo, dirigido por el Presidente de la República, no puede hacer entrar en el ordenamiento jurídico colombiano el Acuerdo con las FARC. Eso significa que el Acto Legislativo para la Paz no va a entrar en vigencia, porque aquel estaba condicionado a la aprobación popular, en otras palabras, Juan Manuel Santos no va a tener facultades especiales ni extraordinarias para normar en torno a la implementación del Acuerdo, ni éste forma parte aún de la Constitución ni de norma colombiana alguna.

“Entonces ¿Hay que renegociar?” fue la pregunta que vino. Es algo que no podría afirmar a ciencia cierta. El efecto jurídico del plebiscito es el que ya expliqué, sin embargo, no tiene un efecto directo sobre el Acuerdo, en el sentido en que en ningún momento obliga a cambiarlo. Es más, la limitante que se tiene sobre su entrada en vigencia no se extiende ni al legislativo, o sea al Congreso; ni a los jueces, como la Corte Constitucional. Lo único claro aquí, es que el Congreso puede asumirlo y tramitarlo, como un Acto Legislativo —por ejemplo— y la Corte Constitucional, en el ejercicio de sus facultades, podría revisarlo y encontrarlo exequible, es decir, ajustado a la Constitución.

“¿Y si el Congreso no lo hace?” Preguntó una de mis amigas con un escepticismo evidente. La salida que queda es la realización de otras negociaciones que incluyan al sector disidente, donde se vuelva a preguntar al pueblo si está de acuerdo o no. En el panorama jurídico en el que estamos, considero que es algo que se puede hacer, pero no sé si con inmediatez. También se podría entrar en un nuevo ciclo de conversaciones para revisar todo el acuerdo de nuevo y pactar otro tipo de refrendación, sea o no popular.

“¿Oiga y qué tal una Asamblea Nacional Constituyente?” Jurídicamente válida, moralmente reprochable, como diría uno de mis profesores más queridos de la universidad. Es un ejercicio que implicaría derogar por completo la Constitución y hacer una nueva. Demoraría más de un año mientras se decide quienes serían los asambleístas, se pacta cuál será su funcionamiento, cuáles serán sus comisiones y se redacta el texto de una nueva constitución.

De abogada a analista política

En todo el vaivén que ha traído los resultados electorales y la incertidumbre que acompaña a la mayoría desde el domingo, pienso una y otra vez en las opciones que tenemos. Si nuestro acuerdo sobre lo fundamental es la consecución de una paz estable y duradera y el cómo es lo que nos impide alcanzarlo ¿Qué hace falta para ponernos de acuerdo? ¿Qué debemos hacer para dar las discusiones y tomar las decisiones necesarias?

Son múltiples las voces que critican al presidente por haber sometido el Acuerdo a un mecanismo de refrendación popular. Se dice que esta es una Nación que no es madura ni electoral ni democráticamente. No sólo se dice que no sabemos votar, sino que no creemos en la democracia. Sin embargo, considero que este fue un ejercicio necesario que puso al país a asumir su futuro, a discutir a cada integrante de su ciudadanía sobre lo que significa la paz y qué se debe hacer por ella. El ejercicio reflexivo ha sido generalizado, pues las personas se preguntan —incluso— si lanzar ofensas a quien no está de acuerdo hace parte de un ejercicio de paz. Ha sido esta una sacudida que nos ha llevado a mirar hacia dentro y a reconocernos como personas constructoras de paz.

También es una oportunidad única para la guerrilla de las FARC. Si la sanción a Gustavo Petro por parte del exprocurador Alejandro Ordóñez fue uno de los hitos que marcó su refortalecimiento político y lo impulsó hacia una posible candidatura presidencial, la actitud con la que asuma la guerrillerada esta derrota electoral, puede ser pieza clave en su campaña política y su reconciliación con el pueblo colombiano. Sí, a las FARC le están midiendo el aceite, no sólo están evaluando su compromiso de resarcimiento y reconciliación, sino también su madurez política y su capacidad de reacción ante una adversidad en la cual el electorado les rechaza. Creo que es un punto muy importante para capitalizar: continuar firmes en su voluntad de paz abona el camino hacia la credibilidad que deben ganar ante la Nación.

No obstante, mi preocupación principal está en la manera como refrendaremos los acuerdos y qué será lo que refrendemos. Desmenuzando las opciones que planteé con anterioridad quisiera detenerme en el análisis de cada una de ellas, más allá de la mera descripción de lo que son y cómo se harían. Debemos partir de la base de que este más que un problema jurídico es un asunto político que debemos resolver y en lo político debemos tener claro qué queremos asumir, en qué podemos ceder y qué será lo que a toda costa queremos y debemos preservar.

Como lo dije, la refrendación por parte del ejecutivo no está totalmente cerrada, pero sí pospuesta. En el estado actual de las cosas, el Presidente no puede implementar el Acuerdo, sin embargo, puede sentarse con el sector disidente para conocer más a fondo sus puntos y lograr una mediación entre estos y el Acuerdo con las FARC. Se trata, además, de mantener su gobernabilidad, de demostrar su capacidad como estadista y de lograr un gran pacto nacional producto del cual se vuelva a convocar al electorado y, de nuevo, el plebiscito sea usado como el medio de refrendación popular. Esta sería la alternativa más expedita, siempre y cuando los puntos álgidos del documento no se toquen. Si retrocedemos en el debate al punto de retirar o modificar sustancialmente las bases del Acuerdo, lo más probable es que todos los sectores intervinientes quieran pronunciarse de nuevo, no solo para ser escuchados, sino para que su sentir se plasme en el texto.

Ahora bien, está la posibilidad de renegociar todo el Acuerdo y de establecer un nuevo mecanismo de refrendación que puede o no ser popular. Eso implica abrir el texto y revisarlo por completo, volverlo a construir y, en al menos dos años, tenerlo listo. El tiempo aquí resulta totalmente inconveniente, pues la paz -una vez más- sería el caballito de batalla de las campañas presidenciales y legislativas. Entraríamos en un terreno de debilidad institucional, donde lo pactado podría volver a ser revisado una vez tengamos nuevos congresistas y mandatario. Esta sería una paz embolatada y una refrendación incierta.

No obstante, tenemos claro que el Congreso y los jueces pueden entrar a hacer una refrendación. Este es -a mi parecer- el mejor camino. La Corte Constitucional fue clara cuando manifestó que el resultado del plebiscito sería vinculante para el ejecutivo —y es que así es como está planteado en la Constitución—, sin embargo, el Congreso de la República cuenta con mecanismos para introducir el Acuerdo con las FARC en el ordenamiento jurídico colombiano. Pensemos, por ejemplo, en lo que fue el proceso de paz con las Autodefensas Unidas de Colombia – AUC y cómo su marco normativo está dado por leyes de la república y sentencias de la Corte Constitucional. En este escenario, otro de los mecanismos a su disposición sería un Acto Legislativo. Esto implica poner el Acuerdo en un rango constitucional, con la respectiva revisión de la Corte. Aquí es donde el asunto se vuelve más político.

Los congresistas de nuestro país y, en general, los partidos políticos buscan garantizar su permanencia en el órgano legislativo, por eso, tomar una decisión de este tipo se hace con base en el capital político que se puede obtener de ella. Para que haya un acto legislativo se necesita de su radicación por parte de diez congresistas y su posterior aprobación a través de cuatro debates en Cámara y otros cuatro en Senado, todo esto en el curso de dos legislaturas. Con unos resultados electorales tan reñidos como los que acabamos de presenciar, donde la diferencia fue de apenas el 0,4% y, además, la abstención superó el 60% del censo electoral, no es una alternativa que resulte atractiva para nuestros legisladores. Una vez más, el Acuerdo tendría que ser revisado y renegociado, para que a los congresistas les resulte atractiva su refrendación, sin poner en riesgo las campañas políticas que se vendrán para el 2018. El objetivo sería que los potenciales votantes se identificaran con las propuestas hechas por su congresista para que de esa manera aquellos no perdieran el apoyo electoral. Esta es una de las maneras como se supone que funciona la democracia representativa.

La legitimidad de esta alternativa radica en la capacidad que tenga cada uno de los congresistas para escuchar a sus electores y hacer que sus dudas, propuestas y demandas sean resueltas y/o recogidas en el documento final, según sea el caso. De esta manera, la ciudadanía no sólo recuperaría la confianza en sus representantes, sino que también se sentiría recogida en el Acuerdo con las FARC. Es una oportunidad única para este Congreso. No obstante, no podemos perder de vista la necesidad de coaliciones políticas, pues el documento no podría pasar si el legislativo está dividido en dos ¿Qué camino tomará Cambio Radical, por ejemplo? ¿Los conservadores seguirán montados en la paz? ¿Los partidos tendrán disidencias? En caso de que existan ¿Cómo las superarían? (pensemos en el asunto de la 'ideología de género', Vivian Morales y los liberales) ¿Robledo estaría dispuesto a una coalición donde podría tener que ceder algo de su agenda? ¿Los verdes harán de mediadores? Sin duda este sería uno de los ejercicios más fuertes de la democracia colombiana, una lección para el mundo y un desafío que no podemos perder de vista.

Otra de las alternativas, la que en mi concepto es la más peligrosa, es la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente. Básicamente, consiste en derogar la Constitución y crear una nueva. Implica formatear nuestro ordenamiento jurídico, volver a instalarle el sistema operativo, ejercicio que puede dar como resultado desde la instalación de un IOS o un Windows 7, hasta un Windows Vista o 98 (mejor, 86), elegir los programas que serán instalados nuevamente (las instituciones que conservaremos), los archivos a los que le haremos una copia de respaldo (leyes y jurisprudencia que se mantiene) y decidir las aplicaciones distintas que tendremos para nuestro equipo (nuestro propio y diferente desarrollo institucional o las instituciones que importaremos). Y eso no garantiza que borremos el virus, porque puede estar arraigado en nuestra memoria, en lo profundo de nuestra sociedad.

Así que convocar a una nueva constituyente no nos garantiza avanzar y sí nos arriesga a perder. Al constituyente primario, ese que escribiría una nueva constitución, no se le puede limitar, puede disponer a su antojo de los derechos fundamentales y de las acciones constitucionales y nada nos garantiza no regresar a una constitución como la de 1886, o algo peor.

Ahora bien, si vamos a tener una nueva carta constitucional para implementar el Acuerdo de paz con las FARC, lo lógico es que sus representantes participen y es algo que la ciudadanía también debe tener en cuenta.

Pero, además, cambiar la constitución puede implicar también un cambio en el modelo económico. Con el Acuerdo de paz con las FARC, el modelo económico del país no cambia, aunque sí lo hace el modelo rural, sin embargo, una nueva constitución podría traer un modelo económico diferente. No resulta coherente, entonces, que quienes temen que nuestro régimen se convierta en uno socialista o comunista, estén dispuestos a atravesar por un proceso constitucional en el cual eso se puede dar.

Por otro lado, no podemos desconocer el ataque continuado que han recibido ciertas instituciones en nuestro país. A la acción de tutela, por ejemplo, le han intentado “meter la mano” en múltiples ocasiones, buscando —sin éxito— limitarla. Sería una oportunidad que no desaprovecharían dueños de EPS, empresarios que ven la tutela como enemiga cuando se ha encargado de hacer respetar derechos fundamentales y, en general, todos aquellos a quienes la tutela les resulta incómoda.

La Corte Constitucional podría ser otra de las instituciones afectadas. Sabemos que nuestro tribunal constitucional ha impedido que las mayorías arrasen con sus decisiones a las minorías. Aunque no estemos de acuerdo con algunas de sus providencias, la Corte ha hecho respetar los derechos tanto de aquellos que a pesar de ser minoría tienen las corridas de toros como una tradición cultural, hasta a las mujeres que han querido ejercer autonomía sobre su cuerpo y decidir sobre interrumpir su embarazo, como a la comunidad LGBTI a quienes han intentado negarle su estatus de personas sólo por tener una orientación sexual diferente.

Poner en riesgo a la Corte, es poner en riesgo el desarrollo de nuestros derechos fundamentales, entre ellos la igualdad, la libertad de cultos, la dignidad humana, el libre desarrollo de la personalidad, la salud, la educación ¡Todo! ¿Vamos a asumir ese riesgo y, eventualmente, a pagar ese precio?

Igualmente, este camino pondría en riesgo, aún más, la confianza inversionista, pues ¿Qué seguridad jurídica puede brindar un país que deroga su principal norma jurídica a no más de 25 años de su entrada en vigencia?

Tenemos que ser muy conscientes de los riesgos, sabemos que hay personajes detrás de una reelección indefinida, que hay quienes quieren imponer un credo en el país, que hay gente que busca deshacerse de la consulta previa porque le resulta un obstáculo en sus intereses, que hay mercaderes para quienes la salud y la educación deberían estar disponibles sólo para quien las pueda pagar ¿Se imaginan ustedes que éste dejara de ser un Estado Social de Derecho?

¡¿Alguien quiere pensar en las víctimas?!

Entre todo el revuelvo que esto ha causado, no podemos perder de vista a quienes deben ser las principales protagonistas de este acuerdo: las víctimas. Por favor, lea bien lo que le voy a describir a continuación: en Bojayá (Chocó), Caloto (Cauca), Cajibio (Cauca) Miraflores (Guaviare), Silvia (Cauca), Barbacoas (Nariño), Tumaco (Nariño), San Vicente del Caguán (Caquetá, con alcalde del Centro Democrático), Apartadó (Antioquia), Mitú (Vaupés, lugar de una de las tomas guerrilleras más violentas de la historia), Valle del Guamuez (Putumayo), La Macarena (Meta), Puerto Asís (Putumayo) y Turbo (Antioquia), municipios que han vivido el conflicto de frente, que han puesto los muertos, que han vivido la zozobra de la guerra; le dijeron SÍ al Acuerdo con las FARC. Es un hecho que bajo ningún motivo podemos despreciar.

Tenemos una deuda histórica con las víctimas, y el camino hacia la reconciliación y el restablecimiento de sus derechos debe partir de la base del reconocimiento de su voluntad. Si a mí me lo preguntan, los votos de las víctimas deben pesar más que el de los demás, por principios y por respeto. Principio de solidaridad -como lo manda la Constitución- y respeto por su dolor y su resistencia.

A las víctimas hay que escucharlas, sentarse en torno a ellas y preguntarles qué quieren. Cualquier decisión que se tome debe incluirlas y debe estar aprobada por ellas. Este, más que ser el debate entre el SÍ y el NO, debe ser el Acuerdo en torno a las víctimas, pues sólo la contribución de su experiencia podrá ayudarnos a recorrer el camino hacia la reparación y la no repetición. Sólo el derecho a la verdad de las víctimas, contribuirá con la construcción de la memoria histórica del país. Si las víctimas sienten satisfecho su derecho a la justicia, no podemos convertirnos en los vengadores de una ofensa perdonada.

Este es el camino que estamos llamados a recorrer, nuestro acuerdo sobre lo fundamental es uno: construir un país en paz. El camino que elijamos a partir de nuestras reflexiones propias y la manera como las articulemos para convertirlas en un gran consenso, será lo que construya como sociedad nuestro Acuerdo de Paz.

Isa Rincon para Laguna Negra

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