Voy paseando en bicicleta por Corrientes atravesando hordas de autos y personas que desbordan los andenes mientras hacen fila para entrar a los teatros. Es la versión porteña de Broadway, pero con un brillo deslucido por los andenes rotos gracias a unas obras que parecen no tener fin. También frente a mi edificio pasa: han levantado el suelo dos veces en tres meses sin que con mis roomies nos expliquemos qué diablos pasa. Pero vuelvo a Corrientes porque ejerce un magnetismo en mi persona y en mi vehículo. A pesar del ruido, la incomodidad y el mareo que me produce el olor a palosanto que emana del suelo donde están los vendedores ambulantes. Avanzo dos metros. Freno. Entre los edificios altos se adivina la luz de luna.
El palosanto es demasiado estimulante y comienzo a divagar e imagino a Lorca preguntándose en Nueva York si veía la luna o un anuncio de la luna. Como yo mirando por la ventana de mi cuarto cómo los picos penetran el concreto nuevo, el que pusieron hace trece días. ¿Por qué? Me preguntaba mientras me acomodaba el casco antes de salir. ¿Y por qué vuelvo a Corrientes sin poder dar diez pedalazos seguidos? Un colectivo pasa muy cerca de mi manubrio y de la impresión casi pierdo el equilibrio. Ahí es cuando caigo en la cuenta. Rompen para mostrar que pueden romper. Concreto. Voluntades. Empatía. Estupefacto, doblo por Montevideo buscando una calle más tranquila, una más propicia para presenciar un acto de amor.