Ficción

Un viaje guiado por la cotidianidad de los objetos

Un viaje guiado por la cotidianidad de los objetos

Equipo Laguna Negra
Imagen portada de
Marcia Díaz
2022-01-15

En noviembre y diciembre de 2021 Revista Laguna Negra ofreció el taller de creación literaria Nuestra vida a través de los objetos. Este taller fue un espacio para recordar y reconstruir una experiencia de los objetos como seres vivos revestidos de lenguaje, memorias y con capacidades insospechadas; desde vestirnos, acompañarnos y cuidarnos, hasta apoderarse de nuestras vidas y conducirnos a pasajes peligrosos e inesperados. Autoras como Elisa Mujica, Ursula K. Le Guin, Yessica Chiquillo y Samanta Schweblin sirvieron como punto de partida. Los relatos que ofrecemos en esta publicación fueron escritos durante el taller por Katheryn Rojas Mahecha, Andrea Mejía y Ángel Carrillo; tres historias que proponen un viaje guiado por la cotidianidad de una pelota antiestrés, un gorro de lana y un cortauñas.

Sonrisa de piano 

por Katheryn Rojas Mahecha

Todo está tan perfecto, tan pulcro, sábanas tendidas, lisas y de un blanco más puro que la nieve. A pesar de las 8 horas de vuelo me siento culpable de sentarme en esa cama nube y dañar este cuadro impecable. Me quedo un rato allí con mi maleta, apreciando cada detalle, quiero recordar la imagen antes del desorden que voy a provocar, me gusta pensar que en las próximas horas esta habitación de hotel, tan impersonal y genérica, será mía, mi hogar, y que prueba de ello es el completo desequilibrio que nadie más que yo puedo generar. 

Pongo la maleta encima de la cama y se empiezan a generar las pequeñas arrugas que denotan mi presencia en el lugar. Saco mis cosas, pongo mi ropa en la silla, en el clóset, los zapatos en el piso, cambio la toalla blanca, impoluta y bordada con las iniciales del hotel, por la mía, una azul descolorida que lleva más de 5 años acompañándome en estos viajes.

Pongo el último pocillo de mi colección en la mesa de noche, mañana cuando pida café a la habitación lo tomaré de mi propia taza, por alguna razón me sabe mejor así. Al lado dejo el libro que estoy leyendo; “Yo me llamo rojo” de Orhan Pamuk, generalmente por trabajo no logro leer más de una página, pero me gusta llevarlo conmigo y sentir que paseamos juntos. 

Contento con la nueva imagen, ahora sí me siento a gusto en esta que ahora sí es mi habitación, ya no me siento culpable de tirar el edredón y desordenar el tendido perfecto de la cama. Cuando voy a cerrar mi maleta y tirarla a un lado noto que hay una pelota dentro, de esas que usan para quitar el estrés, amarilla, brillante y nueva. No es mía. Tiene una carita feliz impresa que se burla de mi desorden. Yo generalmente no traigo estas cosas a un viaje, mi pelota antiestrés está en mi oficina, azul, raída, desgastada, con una sonrisa de piano que ha soportado mis peores momentos y me ha ayudado a dar respuesta en el trabajo quitándole su sonrisa con mis manos y trasladándola a mi cara. Esa sí es mi pelota. La dañada. La usada. La real. La que está escondida en mi escritorio y nadie conoce. Creo que si alguien la viera estaría preocupado de pensar en todas las horas de estrés que he pasado exprimiendo al pobre objeto. 

Pero esta que está aquí está totalmente nueva, quizás Margot la compró y la puso allí, ¿creerá que la necesito? ¿Así de estresado me percibe? No soporto su perfección, no encaja, esto no soy yo, podría tirarla por la ventana, pero entonces al llegar a casa Margot preguntará por ella, preguntará si me gustó la sorpresa, si me ayudó con las negociaciones que debo lograr, y entonces ¿qué le voy a decir?, si la dejo tal cómo está entonces ella sabrá que no la usé, ¿se sentirá ofendida por despreciar su regalo? No la puedo tirar, no la puedo guardar, mañana tengo la visita a fábrica a partir de las 8, tengo seis horas para volver esta pelota mía.

Ilustración de gorro de lana. El patrón tiene pequeños pájaros de distintos tonos.

Lana, nido

por Andrea Mejía Fals

Uno. La piranga rubra o tángara roja es un ave cantora pequeña. Se alimenta de artrópodos como las avispas, abejas, hormigas, libélulas, arañas, y también come frutas. Cuando inicia el invierno en Norteamérica y Centroamérica, migra hacia Colombia, Ecuador y Venezuela. Se le ha visto volando en Perú y Bolivia.

Dos. Andrea. 37 años. No canto. Le temo a las moscas y no me gustan las habichuelas. Como carne y por lo menos cuatro frutas al día. Bebo ocho sorbos de agua al levantarme de la cama y siempre prefiero madrugar. Tengo un gato y una perra; ambos cazan moscas. Me gusta guardar cajas pequeñitas para luego regalarlas. Camino.

Tres. La piranga rubra es un ave solitaria y ocasionalmente anda en bandadas mixtas.

Cuatro. Mi familia es numerosa y puedo leer con mucho ruido sin desconcentrarme. Solo he tenido una clásica mejor amiga: hablábamos de lo que comíamos, enojos, sueños, sentires. Incluso pactábamos semanas enteras de silencio para luego desquitarnos en largas jornadas. Me regaló un gorro que tejió la mamá de ella. La cuidé. Me cuidó. La entendí. Me entendió. Cambiamos. Me juzgó. Le hablé. Insistió. Me callé. Me persiguió. Me alejé.

Quinto. Al llegar a Colombia, la piranga rubra prefiere ocupar matorrales, bordes de bosque, cercas vivas y plantaciones de café. En zonas urbanas busca la buena arborización. Estados Unidos ya la enlistó como ave migratoria vulnerable por la destrucción de bosques tropicales.

Sexto. Mi mudanza más reciente fue el año pasado, a una casa que tiene un árbol de naranja agria. Desde los 14 tengo migraña y aún no sé qué la detona. A veces quería cambiar de cabeza. El neurólogo dice que debo tomar el medicamento con o sin dolor. No le hago caso. Hace más de 3 años no tengo crisis.

Séptimo. La hembra de la piranga rubra es de color amarillo parduzco, casi un verde oliva. Los machos mudan el plumaje al final de su primer año de vida: pasan del pálido amarillo a mostrar manchas naranjas irregulares en la cabeza y partes delanteras, para luego vestirse de un color rojo refulgente que les cubre todo el cuerpo. La hembra es quien fabrica el nido en forma de copa, con hierba seca y pastos finos.

Octavo. El gorro aquel está hecho con una lana café de distantes nudos color caqui, tan térmico que lo uso en tierras cálidas y gélidas. Está trenzado armónicamente, sin tensiones. El borde se puede doblar: si lo pusiera al revés en lo alto de un árbol, quizás los pájaros dejarían allí 3 o 4 huevos. No es tan tupido; de hecho, los pequeños orificios que quedan del tejido de punto dan espacio al aire. Mi cabeza se siente saludable allí dentro. No me aprieta. Protege. Va en mi maleta.

Qué extraño perder todo mi plumaje. Qué fortuna cargar mi propio nido.

Ilustración de cortauñas en alto contraste

Mosquito de acero

Por Ángel Carrillo Cárdenas

A veces deseo esa cualidad pulida. Poder obedecer las leyes de la reflexión y permitir que mi cuerpo sea un lugar seguro para la luz. Devolver la luz de la forma más original que me sea posible. A veces deseo su forma concreta, definitiva. Su quietud. 

En enero de 2001 mis uñas se clavaron en la tierra al caminar. Partí una lombriz casi a la mitad. Los zapatos empezaron a quedarme pequeños y debí andar a pie pelado por todo el terrero que había alrededor de la carpa. Alguien que acampaba conmigo dejó junto a mis botas una lima de metal. Alguien un vidrio roto. Un martillo y un cincel. Nadie quiso en realidad ayudarme. Rompí la punta de mis medias favoritas. Le va tocar que se las coma, ñero, me dijo mi mejor amigo. ¿Comérmelas?, le dije. Bueno, dijo, no comérselas, arrancárselas con los dientes. Y eso hice.

T R I C

Siempre reposa en su forma rectangular y su pico sin lengua y sin dientes y sin aliento parece el rostro de una persona sin nariz. A veces deseo tener encima de las cejas la curva de su única ala. Ese simple detalle me otorgaría el semblante adecuado. 

Ya en la universidad heredé el mismo descuido. Una especie de olvido infinito. Pude romper los lienzos sobre los caballetes con solo rozarlos. En cada mano: cinco dedos equipados con cinco navajas. Escuché rumores sobre mí: que era adicto a la cocaína y que usaba el reverso de mis uñas para esnifarla día y noche. Era un rumor capaz de avanzar por el aire de boca en boca como la gripe. Hasta que decidí ir a la fuente. Encontré al autor del chisme. Un muchacho muy bien arreglado, de pelo peinado con gel, polito a rayas dentro de los calzoncillos. Puse su cabeza contra el pupitre y le clavé la punta de una uña en la yugular. A ver, le dije, a ver malparido. 

 T R I C * T R I C 

Mosquito de acero. Insecto plateado que siempre me vigila desde la gaveta del baño. Lucho contra el olvido cada semana. Tiene una sola ala que gira sobre su lomo para ponerse en acción y morderme bajo mi consentimiento. 

Hace menos de un año recordé todo esto al ver a un hombre cortándose las uñas en el transporte público. El rostro de asco en la gente. Con el reverso del codo se aferraba a la barra mientras operaba su corta uñas. Estiraba los dedos, se los miraba con orgullo, levantando las cejas. Escuché el crujido de su trabajo. Vi una curvatura de piel endurecida volar por el aire y caer en la cabeza de un niño.

T R A C 


Nuestra vida a través de los objetos fue dirigido por Lina Zarama, Paola Montero y María Teresa Flórez, quienes lo pensaron como un organismo vivo en que fluyen las energías de la cotidianidad, la memoria y el vestir posibles gracias a la relación personal con los objetos. La vida del taller se alimentó en cada encuentro con el interés de las talleristas y de las y los asistentes, la escritura, lectura e historias de cada quien.

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