Análisis

Zama o la impotencia según Lucrecia Martel

Zama o la impotencia según Lucrecia Martel

Cristian Moreno
Imagen portada de
2020-12-05

Envueltos en un enjambre colonial miserable, nostálgicos de pompa y honores que intentan sin éxito forzar a miles de kilómetros de España, el corregidor Don Diego de Zama y los demás emisarios de la corona española en alguna parte del Paraguay se pudren, se los comen las polillas, la arena de las playas, la sal del mar. Excepto los nativos, todos tienen ganas de largarse de ahí. Incluso los negros esclavos que asienten insensibles a las órdenes ridículas de sus amos españoles reconocen en silencio la deprimente decadencia. Zama es su símbolo. En espera de su traslado y forzado a la más ridícula de las paciencias, Zama está a medio camino: aunque puede sentir la vitalidad furiosa del ambiente al que ha sido abandonado, su anhelo por salir de allí algún día le impide permanentemente la integración.

Esa última tensión es la belleza de Zama (2017) de Lucrecia Martel, una tensión que imagen tras imagen se hace cada vez más aguda y que no logra, finalmente, resolverse. Una tensión que sólo se despliega en un haz de imágenes mágicas que levantan acta de la cruel maravilla que debió resultarles a los conquistadores y colonizadores el Nuevo Mundo. El rostro de Daniel Giménez Cacho es el lienzo de esa tensión, no hay un solo fotograma en que su personaje no parezca estar en plena lectura de El proceso, o sea en medio de un espera absurda, laberíntica y dolorosa; primero le han prometido a nuestro funcionario un pronto traslado a España, una promesa que no se ve realizada por la lentitud burocrática. Para acelerarla, corteja a la esposa de un ministro que juega con su desesperación. Se pelea con un secretario, le va mal en el trabajo y tiene líos con su jefe inmediato que lo obliga a mudarse a un lugar cerca de la playa. Finalmente, se une a una banda de mercenarios que cazan a un legendario bandido que asola las provincias, y al que dicen han matado ya muchas veces.

Hay una escena que puede no ser la más memorable pero sí la que más me impresionó. En ella, el jefe inmediato de Zama le niega o le comunica algo que no le es favorable (no estoy dando muchas señas, pues NADA ES FAVORABLE PARA ZAMA EN TODA LA PELÍCULA). Mientras se lo comunica, el close up al rostro de Giménez está como dividido entre su busto y una salita de espera atrás en la oficina de color amarillo (incluso se ve el marco de una puerta ausente); la mitad es la cara de muerto por dentro de Zama y la otra mitad una llama, salida de quién sabe dónde, que se pasea por la salita atrás. Justo en medio de la conversación la pinche llama entra a la habitación y comparte encuadre con Zama, y luego se va. Uno ve una vaina así y, nada, queda uno como en modo O.o Es mágico, e intrigante. La presencia de los animales en la película merecería otra reseña.

Basada libremente en una novela de Antonio Di Benedetto, en esta peli pasan tantas cosas, pero tantas, que Martel ha resuelto reducir el diálogo y dejar que las imágenes y secuencias se desplieguen pacientes e iluminadoras. Hay tantas cosas que no hemos visto que se ven en esta peli que no importa que uno no entienda qué carajos pasa. Es insano. A ese roído enjambre colonial lo envuelve a su vez una brutal y acechadora capa de erotismo para el que Zama se revela dramáticamente impotente: esa salvajada del nuevo Mundo, la vida desnuda, sensual amplia y cochina pasa ahí afuera, pero Zama y algunos otros colonizadores (que solo dan señas de de veras estar ahí solo a través de su queja perenne, es decir a través de una distancia más grande que la que los separa de España) no logran tener una experiencia de ella. Es una peli muy cruel, porque Zama paga esa ceguera con su ruina, porque Zama se convierte en un despojo, porque en esas dos horas a pesar de estar sobre la tierra Zama no puede penetrar en ella.

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