Opinión

Una caminata hacia el pasado

Una caminata hacia el pasado

Invitados LN
Imagen portada de
Marcia Díaz
2020-07-10
“Cuanta ciudad, cuanta sed y tú un hombre solo.”
L.A. Spinetta

Las caminatas por las grandes ciudades, como es el caso de Bogotá, tienen la peculiaridad de ser reveladoras, algunas veces agobiantes y muchas veces catárticas. Hoy es un día de esos que caracterizaban a la Bogotá de la primera mitad del siglo XX. Una briza helada se cuela en las prendas de los ciudadanos que pasan desprevenidos por las avenidas y que se sorprenden de un clima menor a los 15°. Para mí también es una sorpresa no tener que quitarme el abrigo para despojarme de mi rol de bogotana, asumiendo la idea común de que la capital es la “nevera” del país. En ocasiones Bogotá parece una señora muy amable que quiere mantener cómodos a sus invitados del norte del país y por eso transforma su clima de manera tan abrupta; a veces, como hoy, quiere volver sobre sus pasos y ser ese lugar de calles solitarias que da gusto a los peatones que no soportamos su versión más gentil e inclusiva.

Hoy camino por esa vieja ciudad que habla de una historia violenta en muchos aspectos y de una independencia simbolizada por un suceso patético en una casa de la carrera Séptima con Calle 11, apenas un par de siglos atrás. Esa misma ciudad que dejó morir en sus calles la promesa liberal de Gaitán, hecho que ennegreció el panorama, no solo histórico y político de la ciudad, sino también cultural. En este siglo no se ve tanto “encachacado” en las calles como setenta años atrás en las fotos de Sady González o Hernán Díaz, y no se encuentran esos mismos focos culturales de los que hablaban los periodistas de la época y que frecuentaban los intelectuales.

Sin embargo, me gusta pensar que este pavimento que piso hoy y recorro con descarada lentitud, es capaz de contarme todas sus historias, como si en mi recorrido transitara por la memoria de esta ciudad; y no me refiero exclusivamente a la que documentan los historiadores, también aludo a esa que han escrito las suelas de los zapatos de los transeúntes que han andado estas calles: las peleas, tristezas, discusiones políticas, chismes y uno que otro arrumaco de jóvenes noctámbulos. Mis pies no tienen la habilidad de captar cada historia que han presenciado esas paredes viejas y desgastadas, solo puedo suponer la variedad de relatos que saldrían de ellas; como las historias de los vendedores ambulantes, los mendigos o los borrachos que de vez en cuando se instalan en los concurridos andenes de esta zona.

La cita es a las tres en punto de mi reloj de pulsera, y a las tres menos quince del reloj de bolsillo de mi excéntrico interlocutor y compañero de tertulias en un antiguo café, que abrió sus puertas en 1937 y que se ha mantenido hasta este siglo, el San Moritz. Ahora son las tres y dos minutos pasando por la calle 26 y empiezo a ver el desfile de vendedores y de edificaciones antiguas. Mi caminata empezó varias calles atrás; uno de esos viejos buses, que ya parecen una reliquia en esta ciudad modernizada prematuramente y a los golpes, me dejó sobre la séptima con 30, allí empecé a andar rápida y desprevenidamente.

La zona es un intento de metrópoli que ha maquillado su historia con magnos edificios de cristal y avenidas amplias, algunos árboles de accesorio y una asepsia envidiable, si hablamos del resto de la ciudad. En pocas palabras, es la cara amable para mostrar al mundo. No desconozco la belleza de algunas edificaciones que se han mantenido y lo curioso de la arquitectura de un hotel por la 28 que parece sacado de una postal de la ciudad de Londres. Pero a esta hora no puedo pensar en nada más que el olor de un buen café y una buena charla, no puedo pensar en ninguno de los Juan Valdez que he visto y que sé que existen por estos lados, únicamente pienso en un sitio oscuro que conserve un olor a sótano y madera, eso que solamente pueden tener los cafés más antiguos de la ciudad y que conserva particularmente el San Moritz, en contraposición con Café Pasaje, que es más viejo. Un lugar que pueda resguardar la cabeza de algunos capitalinos del siglo XX con cuerpos del siglo XXI que no hemos sido capaces de afrontar tantos cambios de la modernidad y nos escudamos en la evocación del pasado.

Avanzo rápidamente entre los edificios, todo en esas calles transitadas minutos atrás habla de un progreso que es difícil creer en este país y, aún más, en esta ciudad. Quisiera caer de bruces sobre la nostalgia por esas calles que se pintan de siglo XIX o XX, transitar a paso lento pero seguro por la época que insinúan. Pasando el gigantesco edificio Colpatria, que debe tener una vista extraordinaria en las tardes, pero que no me atrevo a subir por mi miedo exacerbado a las alturas, me encuentro con una joya que dejaron los 80's en la ciudad, y digo joya porque, además, el sitio sí tiene el nombre de una. Después del fracaso de un teatro familiar en plena Séptima con 24 se inauguró el Teatro Esmeralda Pussycat, un viejo cinema porno frecuentado en su inauguración por cientos de espectadores curiosos, y en estos días, por uno que otro viejo verde y parejas arriesgadas que acuden a escribir la historia del sitio con sus propios fluidos. Este lugar queda apenas a una cuadra del antiguo Teatro Colombia, inaugurado en 1940 y que ahora conocemos como Teatro Jorge Eliecer Gaitán. El olor a café de esta zona es casi nulo, se cuela de vez en cuando por las puertas de cafeterías de barrio; en cambio encuentro una mezcla de olores que sugiere la presencia de varios restaurantes en la zona, y me estrello con el sinfín de melodías que acompañan la séptima de esta época.

Mi amigo y yo disfrutamos de estas caminatas por las calles del centro evocando una época que nos tocó solo en las crónicas y artículos de antiguos magazines. En un tiempo, la ciudad era extrañamente silenciosa, tenía ese sabor amargo del café a las 3 de la tarde y el olor seco de la lluvia en aguacero. En nuestro tiempo, es decir, este de las calles grafiteadas y un Jeep vendiendo tinto al mejor estilo paisa, aquel lugar de encuentro de intelectuales y políticos, que era la séptima antaño, es el foco de la pluriculturalidad. La música predomina en sus calles, ya no como accidente, sino como definición. El lugar de los transeúntes silenciosos y las bocinas de viejos carros se llenó de personajes que cuentan sus historias cual juglares en plaza, vendedores que modulan la voz para hacer más atractivo su producto, calles entapetadas de libros y curiosidades de todo tipo.

Caminar la séptima se hizo más que un pasatiempo. En este lugar encuentro respuestas a muchos cambios en nuestra historia, es un auténtico viaje en el tiempo. Trazo la ruta con mis pies y me dibujo los rastros del tranvía y los cafés que extinguió el bogotazo, de los que únicamente quedan vestigios y placas conmemorativas. La música que recorre las calles de este sitio me han enseñado a guiarme, el recorrido no es de par de cuadras hacia el San Moritz cruzando por sitios que solo existen en mi imaginación como un recuerdo que no me pertenece, el recorrido es por la historia, no solo la historia de la ciudad, sino del país. Los sitios de la idiosincrasia bogotana se han reemplazado por lugares comunes a todos, son pocos los rincones de los bogotanos en esta ciudad. No es una queja de la estructura actual de Bogotá ni su cambio a través de las décadas, no soy un sujeto de la nostalgia, no conocí esa Bogotá con tranvía y personas elegantes en cada esquina. En cambio conozco mucho de esta Bogotá con desorden estructural, polución, costeños en una zona, paisas en otra y bogotanos sin casta como yo.

La música que ha poblado rápidamente las calles del centro me lo anuncian. Los bandoneones argentinizados (muchas veces afrancesados) de la séptima con 23 y 22; la música llanera de la calle 21; la música del Pacífico y el pop de los 80’s de la 20, sin mencionar las guitarras eléctricas de los jóvenes que siguen pistas de Led Zeppelin por monedas entre la música del llano y del pacifico, para llegar al saxofón dulzón a menos de 10 pasos de las arpas llaneras. Cruzando la extensa calle 19 se escuchan a toda voz las baladas de los 60's que encantan a las señoras de 50 años en adelante. Hoy muchos de los músicos fueron espantados por el frío, solo están unos cuantos que resistieron la adversidad y se quedaron por unas cuantas monedas o billetes. Generalmente los grupos no están todos un solo día como en un festival, sino que se turnan el espacio porque, como ellos mismos dicen, todos tienen que trabajar. Ya no suenan los boleros en los cafés ni el tango, y las calles ya no se llenan de voces apagadas y silencios largos, los callejones anchos de la ciudad se convirtieron en un mosaico de sonidos. El cantar de los vendedores mezclado con la guitarra y los shows de artistas callejeros, se confunde con el ruido de los carros, las bocinas y el sin número de personas que comparten sus historias con estas calles.

No somos los cachacos en nuestra frialdad y silencio, es un lugar de espacios múltiples, historias múltiples… si camino en el embeleso de la música y la contaminación visual, llegaré un cuarto de hora más tarde de lo que ya voy y el café en la mesa de ese tipo rudo de sombrero y solapa, serán dos cafés y un cigarro desesperado en el pasillo del San Moritz. Mientras enumera uno a uno mis defectos y piensa en cuanta grosería puede lanzarme en la cara cuando llegue, casi una hora después de lo acordado, se paseará por el callejón tapizado de libros justo en frente del café y olfateará desquiciadamente uno a uno los libros más viejos que vea en busca de una rareza. Trato de apurar el paso y la arquitectura de la ciudad me detiene. Esas paredes viejas hechas palimpsestos me hipnotizan, ¡cuánta historia derramada en esos posters rasgados que revelan carteles antiguos! Una llovizna empieza a cubrirme el rostro y sigo caminando y pasando mi mirada inquisitiva sobre las estructuras de la séptima.

Las iglesias y edificaciones antiguas contrastan fuertemente con los vendedores de ropa y músicos; esta ciudad helada y bohemia no parece estar diseñada para sonidos tan festivos; esta ciudad de hoy, de un cielo tan gris, es un buen escenario para dejarse morir. Usando un trozo de un tango interpretado por Adriana Varela, en esta Bogotá: “dan ganas de balearse en un rincón”. La atmósfera es pesada por estas calles sin identidad. El siglo XXI ha traído consigo un sórdido collage de la ciudad, conviven en ella los problemas de hoy con las estructuras de ayer, o quizá este extraño panorama es solo un desarrollo de problemas tan antiguos como esa placa conmemorativa entre las calles 17 y 18 que recuerda que ahí estuvo la Gran Vía, el café que acogió a los intelectuales del grupo de tertulia literaria La gruta simbólica.

Ya no vale la pena acelerar el paso y fingir que venía corriendo a la cita, así que me detengo en una esquina diagonal a la 16 y en un carrito de dulces compro aquello que sé que me puede resarcir: "buenas tardes señora, ¿me vende un chocoramo, por favor?" Saco dinero de mi bolsillo, recibo el cambio y me despido. Camino la última cuadra viendo fijamente la iglesia que da paso a esa calle estrecha, antiguamente conocida como la calle Del Arco en donde se ubica el San Moritz, y que ahora muchos conocen bajo el nombre de calle de los libreros, la iglesia de la Veracruz. Hoy, como casi siempre, está cerrada. Las pocas veces que la he visto abierta me he fijado en su estructura y su aroma, huele a madera húmeda y sus ornamentos están tallados en la misma materia de su olor, es una iglesia mucho más sobria que la catedral San Francisco que queda a unos cuantos pasos de allí. La Catedral se jacta de una hermosa arquitectura barroca y su interior no se conforma con los ornamentos en madera, sino que, haciendo gala de su arquitectura, su interior es una saturación de formas extensas y doradas. Una curiosa ironía lo ostentoso de este templo con los mendigos y lisiados que mendigan en la puerta lateral de este lugar.

Dejo de lado las iglesias y sigo mi camino unos pasos más. Ya veo a mi airado compañero reclamando por el precio de un libro, tal como lo imaginé. No guarda ese refinamiento en sus palabras tan propio del siglo pasado, pese a lo mucho que se niega a ser de este siglo. Mira un momento al lado y yo ya estoy ahí, le sobo la espalda y le muestro el chocoramo; le sonrío tenuemente y entro hacia el café, escucho los boleros y sé que el recorrido valió la pena. Este es el único lugar en donde, obviando la presencia del televisor pantalla plana del salón clásico, puedo vivir en esa época añorada. Solo dar un paso al interior es la reafirmación de que es posible viajar en el tiempo visitando algunos lugares.

Escojo una mesa cerca a la puerta y me doy cuenta de que soy una de las pocas mujeres que han entrado esta tarde y, quizá,  la más joven. El olor a madera vieja, propio de estas antiguas estructuras, se mantiene; huele a café y a cerveza. Pido un tinto bien oscuro que me sirven en esa bonita vajilla que dice Café de Colombia y me quedo mirando hacia la puerta, esperando a que mi compañero termine de pelear mientras Julio Jaramillo canta Nuestro juramento en calidad de vinilo. Casi puedo verme desde fuera en un tono sepia, casi me puedo poner en el fotograma de una película clásica. Lo veo entrar con una amplia sonrisa que dirige al libro que tiene entre sus manos y, antes de que alce la mirada, pongo el chocoramo como amuleto en contra de su disgusto, como quien pone una cruz a la vista de un poseído. Se queda mirándome, me sonríe y se sienta: La próxima vez tendrá que ser una botella de Whisky. Pone el libro sobre la mesa y charlamos con la tranquilidad de estar en un sitio que puede detener el tiempo, que se puede mantener fuera del caos y en donde podemos tomarnos un café sin el ruido habitual de la Bogotá de este siglo. En este sitio podemos meter nuestros fetiches contemporáneos con nuestra añoranza de antigüedad y jugar a ser los intelectuales de ese tiempo. En este café encontramos ese siglo XX que también encuentran los ancianos que cada tarde vienen a tomarse un tintico y, como en los viejos tiempos, a arreglar el país.

Laura Díaz para Laguna Negra

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