Análisis

Tú no has visto Medellín

Tú no has visto Medellín

Adolfo Guerrero
Imagen portada de
Marcia Díaz
2020-12-05

En este ensayo sobre Matar a Jesús, el largometraje debut de Laura Mora, Adolfo Guerrero nos habla de su relevancia crítica y la belleza de sus imágenes.

La mayoría de esa gente de la pista de baile de Járkov, igual que los de esta calle Cuarenta y dos en Nueva York, no eran gamberros ni delincuentes, claro, sino adolescentes normales, chicos y chicas con ganas de liarla a esa edad de transición. En Rusia los llamaban blatni (chorizos). No eran delincuentes de verdad, pero sus maneras, su comportamiento, costumbres y ropa eran un reflejo de las maneras, comportamiento, costumbres y ropa de los delincuentes. Aquí ocurría lo mismo.

Soy yo, Édichka – Eduard Limónov

I

En Matar a Jesús (2017), película dirigida por Laura Mora, un grupo de sicarios baja por la carretera de montaña en pequeñas bicicletas con el cuerpo agazapado. Las bicicletas, debajo de sus cuerpos fuertes, parecen de mentiras. Algo parecido hacíamos con algunos amigos bajando de un pueblo a otro: la gracia era pasar las mulas y los buses a toda velocidad, con las camisetas ondeando enfurecidas en un absoluto desprecio por la vida.

Pero no es comparable porque lo que hacía era un juego de niños bien, de buena familia. Aunque sí existe una relación en los dos comportamientos, más allá de las similitudes de las anécdotas. Durante años quisimos parecernos a los sicarios: su forma de vestir, su manera de hablar, el desprecio por la autoridad, la agresividad como forma de relacionarnos socialmente. Todos ignorábamos de dónde venían esos modelos de comportamiento que influyeron en toda una generación, y más en nosotros, que estábamos dentro del espectro de la llamada cultura paisa. Tendría que aparecer el cine y la televisión para mostrarnos de dónde había salido todo. Eran películas malas, hasta que salió La virgen de los sicarios (2000), prohibida rotundamente en los tiempos de la “seguridad democrática” en los que todavía funcionaba de forma infalible el prejuicio parroquial. Vimos pues de dónde había salido esa forma de vestir estrafalaria y ese comportamiento gangsteril y pendenciero.

Ya están muy lejanos esos años en que apenas se empezaba a conocer el sicariato: hoy el relato sobre los sicarios se ha visto una y otra vez,  se tiene asimilada su figura, e incluso se reconoce su enorme influencia en todo el país. Por eso, cuando fui a ver la película de Mora tenía la duda de qué más se podía mostrar. Y entonces me encontré con imágenes desconcertantes como la de las bicicletas, o cuando el mismo grupo atraviesa Medellín picando sus típicas motos, borrachos después de una noche de rumba, con la luminosa y abigarrada ciudad de fondo. Escenas que funcionan de manera muy similar, travellings de carretera en la que la velocidad se queda casi que suspendida, un recurso que pude entender con mayor claridad cuando la misma directora dice que estas escenas arriesgan un tratamiento casi épico [1]. Sin embargo, esta especie de épica, más que exaltación, es admiración por la fuerza que transmiten una juventud marginal que habría de influir en el resto de la juventud de Colombia.

Creo que la mirada de Mora está determinada por esa idea: hay algo de juego en estas escenas, de distensión, de ocio, pero vividas desde la temeridad y la violencia (la destreza en sus bicicletas o motos es una tarea de su oficio de asesinos). Por esto mismo, la escena tiene tanta cercanía con la escena más bella de Rodrigo D No futuro (1990), cuando los sicarios y Rodrigo están en una propiedad abandonada nadando en una piscina mugrosa, y de pronto se ponen a practicar con sus chuzos, en una especie de juego entre las ruinas.

Estas secuencias, con su carga de violencia y de juego son sencillamente bellas. Aunque ni Laura Mora, y mucho menos Gaviria, acuden a una estilización del sicario ni de la miseria de las comunas. En Matar a Jesús el efecto se logra por la composición de las tomas, de las cuales emerge una mirada auténtica sobre ese mundo, porque en el fondo sigue estando la gran lección de Gaviria: varios de los actores (incluido Jesús) son actores naturales, y Medellín más que una escenografía emerge como un elemento fundamental. La misma directora lo dice: le encanta caminar por su ciudad, verla todo el tiempo, estar en constante relación con las personas que la habitan, con su gente. Por eso, además de un relato muy bien hecho sobre un tema tan universal como la venganza, la película es una gran mirada a Medellín. Quizá por esto la película de Mora tiene una fuerza visual tan fuerte que genera ese extrañamiento que le hace a uno sentir que está viendo las cosas de otra manera, que está descubriendo algo en lo tantas veces visto.

Por todo lo anterior es que esas imágenes hicieron contacto con mi experiencia y me revelaron algo que no había tenido muy claro: los sicarios, y en general los delincuentes, son modelos comportamentales por la fuerza primitiva que irradian. Y así, en el caso colombiano, fue el sicario el modelo a seguir de los jóvenes de esas generaciones (así como las prepago para las niñas), esos modelos de valentía, de arrojo, de fuerza. Era el Colombian dream para la juventud de la época, su brote de rebeldía. Fue casi que nuestra contracultura, atrapada en un contexto de violencia y marginalidad (cómo no pensar siempre en Rodrigo D).

Digamos que hasta aquí una primera reflexión cargada por la inmediatez que estas imágenes tienen para mí. Pero más allá de admirar sus logros visuales, la película también tiene una narrativa y unos personajes que superan problemas eternos del cine colombiano, y que en el contexto actual es inevitable pensar desde eso que llaman “posconflicto”.

II

¿Otra película de sicarios? Escuché alguna vez decir. Existe una serie de rechazos al cine hecho en Colombia, que, con justa razón, la gente tiene. El problema que puede identificarse en este caso, es la sobre-exposición de la violencia, lo cual tiene una fuerte ambigüedad: por un lado, rechazar la representación de la violencia puede ser una forma de querer negar el conflicto; por otra, su sobre-exposición puede llevar a normalizarlo.

Pero antes de discutir por qué esta película puede volver a tocar con éxito un tema que estamos mamados de ver, una rápida sinopsis de la película: Lita, una estudiante de universidad pública y perteneciente a una familia algo prestante en una ciudad de barriadas interminables, presencia la muerte de su padre a mano de un sicario. El problema del asunto es que Lita alcanza a ver el rostro del asesino mientras este huye en su moto. Meses después ve al asesino bailando en una discoteca y decide acercarse a él en busca de venganza.

No es un dato menor decir que en medio de esa decisión existe también la frustración de comprobar que la justicia no hará nada: semanas que pasan yendo a preguntar a sórdidas oficinas, las eternas evasivas de las autoridades, funcionarios que dan la impresión de estar ocultando algo –quizá lo que se transmite en su mirada venal sea la realidad del soborno narcotraficante, o una generalizada actitud de aceptación del crimen en una ciudad enferma–. El resto de la película consiste en los encuentros de Lita y Jesús, un tiempo de espera para la venganza en el que se va desarrollando cierta empatía entre los dos.

Como lo señala Oswaldo Osorio [2], durante años el tratamiento maniqueo de la violencia generó la distancia irresoluble de los actores del conflicto. Aunque algunas películas lo habían sorteado bajo el registro del humor, como Golpe de estadio, en donde guerrilleros y soldados suspenden sus odios para ver juntos en pleno monte el 5-0 de Colombia – Argentina, solo hasta La sombra del caminante (2004) de Ciro Guerra aparece un relato que pone frente a frente a la víctima y al victimario, y los reconcilia.

Eran los tiempos de la arremetida contra los grupos subversivos y su más intensa construcción como los enemigos que amenazaban al país. Por tanto, en medio de una ficción estatal en extremo maniquea, y en el marco de la lucha internacional contra el terrorismo, los relatos que mostraran al enemigo de manera cercana no debían aparecer ni en pintura, y menos en el cine. Ahora, en tiempos de posconflicto, se quieren abrir por fin las puertas a historias que aluden a la reconciliación y el perdón. Quizá es bajo este discurso que le he escuchado a muchos decir que la película trata de cómo la protagonista perdona al asesino de su padre. Pero esta no es una historia de perdón y reconciliación. Esa interpretación sólo hace eco a una agenda discursiva, a cierta “opinión pública”. Contrariando estas opiniones, la película plantea algo muy diferente, como lo ha dicho la misma directora.

Esta es una película más sobre la venganza en un país que ha sufrido ciclos interminables de violencia. Sin embargo, no está contada como una película de acción, es decir, se evita un esquema maniqueo en el que la víctima busca a su victimario sorteando una serie de obstáculos hasta que logra su cometido: el asesinato o el perdón compasivo -que sería un último gesto de superioridad moral, último detalle con el que el bueno se vuelve más bueno-. Aunque hay que decir que se suelen mostrar tan malos e inhumanos a los victimarios que el público tiende a querer que lo maten de una vez por todas, como extirpando un cáncer. ¿No suena eso a algo familiar?

Sin embargo, esta es una película de sicarios donde nada de lo anterior sucede. Como se había dicho, la mitad de la película es el aplazamiento del crimen, lo que genera un espacio en el que dos juventudes opuestas se encuentran en una ciudad violenta e inhumana.

¿La empatía requiere de la situación contingente de aplazar la venganza para así poder ver el rostro humano del horror? En un país cerrado al diálogo pareciera que un espacio así solo puede ser accidental. Y es lo mismo que le sucede al espectador: ve el lado humano de esa marginalidad que ha sido pervertida por el crimen organizado, y que estamos acostumbrados a condenar de tajo junto a lo que significó el narco terror a finales de los ochenta, sin detenerse a pensar que se trató de una generación de jóvenes (fuertes, rebeldes, desesperados, tristes, como los ve Mora) echados a perder entre la indiferencia y la condena mojigata.

Así, el punto de inflexión donde se entiende que no es una película de perdón, sino de venganza donde la víctima se resiste a la violencia, se da en una de las mejores escenas de la película: Lita termina en el cuarto destruido de Jesús. Ella, movida por una empatía que el espectador ha visto desarrollarse, empieza a organizar el cuchitril. Pero cuando ha terminado, encuentra debajo de la cama un recorte de periódico con la foto de su papá. Lita, al igual que los espectadores, habrá reconstruido en su mente un antecedente de los hechos: alguien entrega esa foto al sicario para señalarle a quién debe matar. En un ataque de ira Lita termina de destruir lo poco que se había salvado de las manos de los enemigos de Jesús.

A continuación, Jesús regresa herido a buscarla y toman un taxi. En los puestos de atrás, Jesús muestra su cuerpo lleno de sangre y se recuesta en el regazo de Lita y le dice: “Desde que la vi yo sabía que usted me iba a salvar”. Pero en la cara de Lita no hay más que odio. Dentro de su conflicto interno esa es una de las escenas más logradas: su victimario está sobre ella, agonizando, a la espera de que lo salve por una especie de cariño que ha nacido entre los dos, pero ella, se presume, por fin está decidida a matarlo. Minutos después, en la primera oportunidad clara que se le presenta, no duda en encañonarlo en la terraza de su casa y confesarle todo, sosteniendo el arma con firmeza, como él mismo le ha enseñado.

Ese momento, además, consolida la profundidad de los dos personajes, otra de las falencias en las que siempre incurren las películas colombianas. Al respecto dice Pedro Adrián Zuluaga:

De ese ciclo concluido sobre la violencia y el conflicto hemos heredado vicios, supuestos y lugares comunes. El principal de esos supuestos es la unidimensionalidad de los personajes. El director polaco Krysztof Zanussi, en una visita a Colombia hace 6 años, enseñó que la tensión dramática en las películas sólo es posible si se plantean en términos morales, es decir, si los personajes están atravesados por dilemas, si se mueven en medio de dudas y con un alto grado de libertad para tomar decisiones. El cine colombiano reciente ha intentado muy poco este tipo de personajes. [2]

Matar a Jesús logra supera completamente este problema. Por eso, en palabras de la directora, podemos entender que, más que perdonar, la decisión de Lita es conservar su humanidad cortando los flujos de venganza, que uno podría pensar que nunca paran porque no existen estos espacios de suspensión en los que por un momento la víctima y el victimario pueden verse y darse cuenta que ni el uno ni el otro sabe lo que está pasando, que los dos, en últimas, son víctimas de un caos social perpetuado. La repartición de culpas y de condenas se anula, y el impulso de venganza pierde su alimento.

Eso es lo que hace Laura Mora: crear un espacio ficcional en el cual se pueda ver al otro, y por ese logro, respaldado por grandes logros técnicos y narrativos, Matar a Jesús es de lo mejor que ha aparecido en esta especie de época dorada del cine en Colombia. Y es que su relato desborda su anécdota personal (el papá de la directora murió a manos de sicarios) y la tradición del cine colombiano, y toca un punto delicado de las dinámicas sociales del país.  

Esta dinámica consiste, además de invisibilizar el conflicto, en impedir el encuentro entre víctimas y victimarios, generar una infranqueable distancia maniquea, que más que una característica narrativa, se ha convertido en nuestra forma de vivir los conflictos sociales. Poder ver el lado humano de la marginalidad del sicariato solo lo había logrado Víctor Gaviria en cada una de sus películas, y Fernando Vallejo y Schroeder en La virgen de los sicarios, películas que en su momento fueron fuertemente marginadas.

III

Iniciaba el texto hablando que el asunto de los sicarios no solo consistió en una empatía solapada, sino que fueron erigidos como modelos comportamentales, lo que deja ver la profunda esquizofrenia que existe en Colombia. Al mismo tiempo que se condena la violencia, se acepta sin problema toda una cultura que se hereda directamente de ella, porque no fueron solo unos cuantos pueblerinos creciendo con antivalores y jugando juegos peligrosos y violentos, sino todo un país, todo un Estado, el que se transformó con lo que sucedió en esas calles de Medellín en aquellos años.

La Medellín vista por Laura Mora pone en entredicho cierto conformismo de la mirada, implícito en los relatos que nos habíamos contado en el país. El logro estético que se rescata de las primeras escenas descritas es ver esa expresión de la juventud en una Medellín tantas veces representada. Por eso no se puede meter esta película en un discurso de reconciliación propagandística, sino que esta mirada nace de algo nuevo que puede que esté naciendo.

Por ejemplo, La virgen de los sicarios y Rodrigo D son relatos extremadamente pesimistas, la atmósfera de caos social es tan opresiva que no parece haber salida alguna, solo queda el No futuro. Rodrigo se suicida tirándose de un edificio en el centro de Medellín. Por otra parte, Fernando quiere escapar de Medellín con su Alexis, pero este muere minutos antes de su huida. Luego, conoce al victimario, Laguna Azul, quien también morirá salvando la vida de Fernando. No queda más que irse de esa ciudad terrible y no volver.

Pero en Matar a Jesús la escena que abre la película, la cierra: Lita no ha matado a Jesús, quien indefenso y apuñalado está a un tiro de gracia. Por el contrario, huye al mirador donde vio su rostro, donde lo fotografió, y tira el arma. Al fondo, se ve Medellín, casi inofensiva, como cuando era un remanso parroquial. Y en primer plano el cuerpo joven de Lita, lleno de vida, pero ya cargando con el irresoluble trauma de haber nacido en Medellín, de haber visto Medellín.

Adolfo Guerrero para Laguna Negra

[1] O. Osorio, Realidad y Cine colombiano. 1990-2009, Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 2010.

[2]P. A. Zuluaga, «Nuevo Cine colombiano. ¿Ficción o realidad?,» Pajarera del medio, 2008. [En línea]. Available: http://pajareradelmedio.blogspot.com/2008/05/nuevo-cine-colombiano-ficcin-o-realidad.html.

[3]El Espectador, «“La violencia nos unió tanto que tememos deshacernos de ella”: directora de ‘Matar a Jesús’,» El Espectador, 10 Marzo 2018. [En línea]. Available: https://www.semana.com/cultura/articulo/entrevista-con-laura-mora-por-su-pelicula-matar-a-jesus/559638.

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