Durante buena parte de mi infancia el televisor de mi familia estuvo dañado. Una de esas cajas enormes con acabado adhesivo color madera que servía como mueble auxiliar. Así que, impasible, mantuvo su lugar en la sala de mi casa. Durante mis años de colegio todos llegaban a hablar emocionadísimos sobre las gestas de Gokú. Me pregunto ahora qué llegarán a contar a sus casas aquellos que dejaron sus asientos en todas las funciones del BAFICI a las que asistí.

La falta de televisor, luego de computador y luego de voluntad hicieron que el cine sea un conocido lejano. Para paliar la sensación de ignorancia aproveché el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires y, cronograma en pantalla, elegí cinco películas a base de reseñas y trailers. Un rasgo dominante en ellas era su ritmo pausado e introspectivo, su generosidad (a veces excesiva) en imágenes poéticas y en movimientos de cámara y actores que se regodeaban en saborear el espacio. Un cepillado a contrapelo a las narrativas del algoritmo, a la dosificación matemática de la acción con sabiduría proporcionada por los propios espectadores.

Una vez una tía preguntaba con rabia por qué no tirábamos el televisor si nadie lo veía. Respondimos que nos servía para poner porcelanas y retratos. Hace dos días, tres señoras a mi lado abandonaron sus asientos en medio de la proyección mientras susurraban entre risitas a qué café irían. Hicieron de su salida un espectáculo y me hicieron cuestionar para qué hacer un festival de cine para gente que no quiere ver. Y en el gesto de acomodarse vanidosamente sus foulards en una sala oscura lo pensé: para que las salas de cine también tengan porcelanas. Y por supuesto, para que algún tuerto se luzca.