Debí dejar el cigarrillo empezado en la ventana y entrar de nuevo, vigilar por la ventana. La conversación andada tomó una pausa justo frente a la puerta de los vecinos. Dos, tres, cinco minutos y no los oía, sólo esperaba que se fueran. El cigarrillo se habrá ya quemado todo pensé. Era el cigarrillo de la madrugada, valía la pena salir por él. Atendí a la conversación y no me resultó peligrosa; me armé de confianza aunque poseído de esa alerta temblorosa de cuando cruzamos una calle esperando (temiendo) que alguien aparezca, esperando un rapto.
Cerré a mis espaldas la puerta, la llaves tintinearon en mi bolsillo al soltarlas. No los miré, tomé el cigarro al que la humedad había sofocado para encenderlo de nuevo. Dos tres, cinco plones, café en mano. Se devolvieron los conversadores, uno en bici, el otro a pie y pasaron por mi lado. En las calles iluminadas de amarillo de la ciudad no pierdes en la distancia a los transeúntes; vigilancia, sí, como en un no planeado panóptico. Buenas noches, dije. Saludaron de vuelta antes de perderse al final de la calle.
Seis, siete, diez plones y empiezo a oír otra voz. Se da cuenta que lo vigilo y encauza su cuerpo en mi dirección. Le envío señales de humo, se acerca. Doce quince, y la voluptuosa figura del humo se pierde arriba buscando una atmósfera menos densa como sigiloso reptil entre el humo torpe y veloz que se disipa, violento y luego suave, al salir de mi boca. Dieciséis, dieciocho, habla solo y su andar se revela errático a menos de cien metros. Diecinueve, veinte veintiuno, veintidós. Hora de apagarlo, volver adentro y vigilar por la ventana veintitrés, veintisiete; es claro ahora su deambular porque me ha encontrado, treintaiuno. Soy, esta noche, su destino. Somos. Esta noche.
Treintaitrés.