Un hombre vigila a otro. Durante ese tiempo pausa su vida, la cual cae en una especie de letargo interrogativo en el que las preguntas sobre el sentido de los actos del vigilado se multiplican, implacables. Juntos, vigilante y vigilado agotan y alargan los parques, las avenidas, las calles. Esos recorridos ya de por sí enigmáticos, traman un enigma mayor. O al menos eso es lo que quiere creer el vigilante. Tras esa larga vigilancia el vigilante nada descubre, muy pocas cosas pasan excepto las preguntas y las suposiciones sobre el sentido de los actos de su vigilado: todo sin fundamento, todo producto de su imaginación.
El vigilado no trama nada, es solo un solitario que escribe día y noche. El vigilante hastiado de su trabajo inútil piensa en abandonar su tarea, hacer a un lado su curiosidad, apartarse del vigilado y continuar su vida donde la había dejado. Sin embargo, va sintiendo cómo la pausa en su vida se ha convertido en una suspensión. Lo que fue su vida se aleja ante lo que se ha convertido en una persecución; las preguntas sobre el sentido de los actos del vigilado se han convertido en preguntas que involucran la dirección y el propósito de su propia existencia.
Las razones por las que perseguido y perseguidor se prestan para tramar este laberinto son extrañas, traumáticas y, aunque parecen carecer de un sentido definido, nos invitan a tejer (mientras leemos) la conexión entre Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada que conforman la Trilogía de Nueva York de Paul Auster. Tres novelas en las que lo fortuito y el azar dictan los destinos de un par de escritores y un detective. Tres novelas en las que la vida, el arte y la ciudad se detienen casi de forma fortuita para volverse, armadas de preguntas, contra sí mismas.