Las brujas se sientan alrededor del maestro y esperan, reverentes, su enseñanza. Sus ropajes de criadas, de trabajadoras, son indistinguibles a los de cualquier otra mujer del siglo XIX. El lugar elegido para la tan esperada reunión es árido, alejado de la ciudad, de todo toque de civilización y, por supuesto, de las reglas del Vaticano. La escena horroriza, pero encanta. Estamos ante un evento en el que las fuerzas oscuras se apoderan de todo el paisaje. No hay forma de no ser capturados por la extravagancia y sublimidad del momento. Somos parte de la reunión secreta.
Goya, frustrado, deja caer grandes zonas oscuras, y los dos grandes personajes, el gran cabrón, a la izquierda, y una pequeña joven que será iniciada, a la derecha, se encuentran dominados por el negro puro. Un ambiente pesado domina la escena.
Las mujeres se agolpan y tambalean. Todas miran con desconcierto y miedo. La multitud busca protegerse del mal. Pero el mal no es su maestro. El mal viene de afuera, de más allá de la pintura. Es aquello que las amenaza y las hace estrujar sus cuerpos en un óvalo de incertidumbre.
Ubicada en la pared justo al frente, haciendo una reconstrucción mental de la Quinta del Sordo, lugar donde Goya pintó estos murales, se ubicaría La Romería de San Isidro, una escena de carácter religioso. Aquí la división clara para aquel que, como Goya, viviera entre aquellas paredes: se enfrenta el catolicismo y lo anti-clerical.
Las brujas temen a la iglesia. La inquisición es el símbolo del terror de la España que ha retrocedido a la oscuridad de las pinturas negras. La razón se ha dormido y los ideales de la ilustración desaparecieron. Las brujas no temen al cabro. No. Las brujas temen a la iglesia.
Juan Dávila para Laguna Negra