Opinión

Editorial LN: Notas sobre el paro

Editorial LN: Notas sobre el paro

Equipo Laguna Negra
Imagen portada de
Marcia Díaz
2021-05-14

En estos momentos en que antes que nada es preciso detenernos y respirar, varios miembros de nuestro equipo ofrecen una editorial mínima sobre todo lo que está pasando.

Que viva el paro nacional.

Carta abierta, por Camilo Calderón

Hoy es martes y sigo viendo desde el otro lado.

Los titulares, las fotos, los jóvenes saltando con orgullo. Las madres llorando en los charcos de sangre. Los cuerpos caídos, indefensos, a la sombra de las armaduras y la pólvora. Las banderas al revés. Los murales gastados. La piedra. Los tiros. Los indolentes.

¿Suficiente? Parece no serlo. Aún no ha terminado. El país es tan grande y pequeño que faltan ojos, sobra dolor y falta empatía. Ya no son golpes, hablamos de tiros. Ya no son estaciones en llamas, ya no son mercados difíciles, ahora son fusiles. Son camionetas, tanques y tanquetas. Son puertas con desaparecidos dentro. Son helicópteros disparando desde arriba.

Los tres poderes quedaron inservibles. El gobierno psicópata e incompetente logró traer la horrible y oscura realidad del campo a las ciudades. La complicidad sigue incendiando. Las mentiras se escuchan y los muertos siguen apareciendo por ahí. Hablan de coaliciones, de acuerdos, de diálogos. Diálogos entre los poderosos. Diálogos de cómplices. Palabras solidarias manchadas de la sangre de los pobres. De los pobres que los alimentan.

El clamor quedó reducido a los hashtags; las muertes a las cifras.

A millones de televidentes les dicen que todo está bien desde la comodidad del aséptico plató y sus pantallas. Dicen que el limón subió. Dicen que se metieron a los conjuntos. Dicen que me dañaron mi carro. Que le tiraron piedra al Provisional. No les preocupa distorsionar, tampoco les importa mentir; a fin de cuentas, ellos ya pagaron por eso. Les dicen que esa nueva generación de ciudadanos sin trabajo, sin salud, sin seguridad social son la mayor amenaza. Les dicen que sus propios hijos son un peligro para el orden. Que están confabulados con fantasmas del pasado. Les dicen que hay que eliminarlos como gesto solidario. Son un sacrificio necesario.

Las calles se siguen llenando de esperanza a pesar del miedo. Las fuentes artificiales siguen pintándose de rojo. La prensa con agallas sigue esquivando las recalzadas. El mundo los ve y los que estamos al otro lado los sentimos. El mismo grito se escucha en los cinco continentes. El mismo ahogo está presente a pesar de la muerte y la represión. Esto aún no ha terminado.

Y mañana será otro día de verlos salir. De verlos luchar. De desear que no desaparezcan.

Por favor, respira.

Cuida a los míos y a los demás. Cuida a los que vienen y a los que se han ido.

Resiste.

Vidas pequeñas, por Ana María Carvajal

Una vida pequeña es lo único a lo que pueden aspirar muchas personas en Colombia. Las vidas pequeñas son esas en las que no hay lugar para preguntarse por lo que quiero o lo que me gustaría. Todo el espacio de preguntas lo ocupa una sola: si habrá para comer mañana.

Las vidas pequeñas no son pequeñas porque les falte sentido o propósito. Su tamaño es el resultado de lo que han hecho las vidas grandes. Este segundo grupo se beneficia de un sistema que sacrifica a los primeros. Las vidas grandes duermen en camas cómodas, con barrigas llenas de cenas nutritivas, y cabezas rebosantes de ideas sobre el futuro. Las vidas pequeñas apenas duermen. La cuestión de cómo resolver lo inmediato es un punzón que no permite el descanso.

Conocemos las cifras. El Observatorio Fiscal de la Universidad Javeriana calculó que el 30% de los hogares colombianos sobrevive con un salario mínimo o menos. Y también sabemos que bastante más de la mitad del país vive inmerso en la incertidumbre laboral y económica. Quizás lo más doloroso es que, pese a saber todo esto, nos ha resultado casi imposible movernos para intentar cambiar las cosas. Hasta ahora.

La historia de mi familia es un tejido de vidas grandes y pequeñas. Me explico: el año pasado, en plena pandemia, metieron a mi primo Víctor* a la cárcel por narcotráfico. A mi tío Camilo lo mataron por meterse en líos con narcos muchos años antes de que yo naciera. A mi tía Alba también la mataron en circunstancias no esclarecidas. Algunos en la familia todavía sospechan de su ex pareja, y se preguntan si se habrá tratado de un feminicidio. A mis abuelos los desplazaron en mitad de la noche de su finca en una vereda de San Roque cuando se enfrentaron el Bloque Metro y el Bloque Central Bolívar, ambos grupos paramilitares. A mi tío Roberto los paras lo amenazaron de muerte y se lo llevaron para el monte cuando confundieron a una de sus hermanas –una de mis tías– con la novia de un guerrillero. Por un milagro los verdugos lograron darse cuenta del error antes de matar a mi tío. Mi abuela casi no lo podía creer cuando lo vio entrando a la casa. Nadie regresa después de que los paras se lo llevan.

Mi papá en cambio contó con una suerte de ensueño. Su vida se desarrolló muy lejos de toda esa violencia. Desde muy pequeño se lo llevaron a la ciudad a que estudiara. Hizo una carrera, le entregó su vida a un trabajo que no le encantaba, pero que le permitió tener un buen sueldo, mantener a la familia, comprar una casa, pagarle educación privada a sus hijos, ayudar a sostener a sus padres, y a varios de sus hermanos y sobrinos en algún momento. De los diez hijos de mi abuela, es de lejos el que más riqueza ha acumulado, y uno de los pocos que vive sin mayores preocupaciones económicas. Y eso me ha dejado encartada con muchas preguntas incómodas, ya no solo sobre mi papá o su familia, sino especialmente sobre el tamaño de mi propia vida, y las formas como se ha expandido en detrimento de otras.

Por años, en mi núcleo familiar hemos alimentado el discurso de la responsabilidad individual. Hemos repetido que, como mi papá estudió, como se aguantó 8 horas diarias en la oficina haciendo un trabajo insípido, como fue honrado, disciplinado e inteligente, como hizo sacrificios, entonces fue premiado. Varios hermanos de mi papá se quedaron en la finca, cultivando café y tratando de inventar formas de hacer la tierra productiva. Dos de ellos montaron tiendas en pueblos diferentes y hasta ahora viven de eso y mantienen a sus familias. En nuestra mesa nunca dijimos que esa otra vida era muy difícil. Nunca enumeramos los enormes sacrificios que implicaba trabajar la tierra, o apostarle a un barrio para vivir de una tienda. No se nos ocurrió que esos otros trabajos sin pantallas y oficinas debían ser mejor remunerados. O que la gente del campo también merecía tener acceso a servicios de salud y educación de calidad. O lo mínimo: una vida en paz.

Fue apenas hace unos años que empecé a preguntarme por todo esto. Mi abuela, después de trabajar una vida entera criando una decena de hijos y manteniendo una finca, no recibe ninguna pensión por vejez. Mi abuelo murió hace casi una década, después de haber dedicado su vida, su cuerpo, sus manos, a cultivar alimento. Cuando los ojos se le llenaron de cataratas y el corazón le gritaba que era hora de parar, fue gracias a la riqueza acumulada de mi papá que pudo acceder a los servicios de salud que necesitaba.

No creo que estas experiencias sean exclusivas de mi familia. Colombia ofrece escasas oportunidades a unas pocas personas de la ciudad. A los demás los envuelve en cinturones de miseria y les arroja despojos. Nosotros, los ricos y los hijos de los ricos, seguimos queriendo más para nosotros, y no hemos pensado que tenemos más de lo que nos corresponde, mientras que muchos mueren por no tener lo necesario.

Si me preguntan, creo que el paro se trata de esto. Y tendremos que preguntarnos qué estamos dispuestos a sacrificar para tener el país que deseamos. Uno donde ya a nadie le toque vivir una vida pequeña.

*Los nombres de mis familiares han sido cambiados para proteger su identidad.

Sin título, por Alejandro Ramírez

Tú, 

Tú que entraste a Twitter a sabotear las tendencias uribistas inundándolas de K-Pop, tú que rodeaste a los Misak cuando tumbaron la estatua de Jiménez de Quesada, tú que vas a las manifestaciones con un plan de datos bien gordo para hacer un live mostrando la realidad, tú que pones un cartel en la ventana porque no puedes salir de la casa, tú que compartes las publicaciones de tus amigos para ayudar a encontrar personas desaparecidas en estas noches lluviosas, tú que ayudaste a tumbar a Álvaro Uribe de esa plataforma que le dio la New York University, tú que decidiste salir a marchar por primera vez y viste con tus propios ojos que los violentos no son los de la capucha sino los de la tanqueta.

Y, por supuesto, tú que estás en las calles representando a miles de corazones que por uno u otro motivo no te pueden acompañar en la primera línea, pero que te esperan en casa.

Han sido días de esperanza mezclada con terror; noches de zozobra pegados todos al celular para mantenernos informados. Entre el insomnio y la indignación, sin embargo, este paro nacional nos ha unido a personas de contextos muy diferentes para manifestarnos de mil maneras contra un gobierno criminal e injusto. El mundo entero está viendo que detrás de esta movilización no hay “castrochavistas” o “terroristas” y que las personas de bien no tienen el menor reparo en disparar a matar frente a una iglesia. Más importante aún, el país entero está viendo lo que sucede y te garantizo que por cada idiota que se cree la narrativa de Semana hay tres uribistas arrepentidos. Todo gracias a ti.

Este paro y la respuesta del gobierno han revelado quién es quién. Tú, con tu creatividad, tus pintas, tus cuentos, tu danza, tus crónicas, tus fotografías: queda claro quiénes estamos del lado de la vida con todos sus colores. El gobierno y sus idiotas útiles operan solo en verde oliva y negro muerte, su cráneo vacío solo tiene espacio para la represión. En cambio, los que tenemos imaginación podemos tener empatía y solo los que tienen empatía pueden tener una verdadera ética. La clave del éxito está atravesada por ser imaginativos, por condolernos con quienes sufren la ineptitud de este gobierno y por organizarnos en maneras cada vez más novedosas y efectivas.

Con sus ires y venires, este paro nacional es probablemente el suceso más prometedor en nuestro panorama político desde la firma de los acuerdos de La Habana. El gobierno ya tuvo la oportunidad de hacer algo para cambiar la historia violenta de este país y la desperdició. ¿Qué vamos a hacer tú y yo? Lo que esté a nuestro alcance, pero lo haremos juntos.

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