Análisis

Caldo de Ojo y otras rarezas gastronómicas

Caldo de Ojo y otras rarezas gastronómicas

Camilo Calderón
Imagen portada de
Marcia Díaz
2020-07-19

La comida y la hora de comer son momentos donde a veces se nos dan unas primeras impresiones lejanas del apetito. Muchos de nosotros nos hemos encontrado con platillos que, a pesar de ser nutritivos o cumplir con su función son tan impactantes, tan lejanos con la idea ‘normal’ del buen comer, que se quedan en nuestra memoria como algo impresionante, asqueroso o surreal. En estas dos historias les contamos dos encuentros únicos con la comida en la mesa criolla.

¿Ha comido usted caldo de ojo? Por Francy Marroquín

Cuando yo era niña mi papá nos llevaba a mis hermanos y a mí a la plaza. Nos devolvíamos con un cargamento de papas, panela, arroz, guacales de frutas y la cabeza de una res. Nuestros lánguidos cuerpos de más o menos 10 años soportaban un peso que hoy a mis 40 no podría soportar. Un día, a un hermano menor le encargaron llevar tres gallinas vivas al hombro en un costal, el pobre no aguantó y las llevó a rastras todo el camino Al llegar a casa mi mamá tuvo que preparar un sancocho de emergencia que duró casi toda la semana.

Una vez la cabeza llegaba a la cocina, mi papá le quitaba los cachos, los ponía en cruz amarrados con un alambre y los colgaba en la entrada de la casa para alejar a los malos espíritus. Le quitaba el cuero y sacaba el ingrediente principal del desayuno, el ojo. A la mañana siguiente, nos daba la bienvenida a un nuevo día un plato esmaltado de metal amarillo lleno a rebosar de un caldo aguado y grisáceo. Era una preparación de agua, papa, sal, cilantro y el ojo, que habría estado cocinándose durante por lo menos una hora. Los acompañamientos: pan y aguapanela.

No era el hambre matutina lo que me obligaba a hacerme a la mesa y cucharear el plato, sino más bien el encuentro con la correa que me esperaba si no lo hacía. Así que, allí frente a mi estaba el ojo, flotando entre el caldo y sostenido por una nata grasosa que se formaba en la superficie, con su mirada fija y desafiante me insinuaba, tal vez en venganza a la muerte de su portadora, que no sería capaz, que no soportaría su suavidad babosa y su sabor a sangre reposada. Que era bueno para la debilidad, decía mi papá sobre su receta, y es que criarse en un barrio donde todo era tierra enseña que lo que se come con hambre alimenta. Nada se podía desperdiciar. Así que sin más ni más, cuchareaba tan rápido como podía y me pasaba el caldo evitando el más mínimo contacto con mis papilas gustativas. No recuerdo cómo ni con qué fuerza logré que el ojo desapareciera del plato, tal vez astutamente mi cerebro borró todo recuerdo de aquella experiencia, pero sí puedo decir que al dejar el plato vacío sobre la mesa, juré que si las cosas algún día cambiaban para mí, solo disfrutaría de partes más finas de la res y nunca más volvería a probar el caldo de ojo.

El Gran Viudo por Camilo Calderón

El reloj del ruidoso Swift marca la medianoche en medio de la carretera, y los estómagos de cuatro viajeros inusuales—mi hermana, cuñado, concuñado y yo—estamos en una desesperante búsqueda por la cena. Nuestro recorrido navideño y bastante esporádico simplemente consistía en una línea de Bogotá a Aguachica, Cesar; no contábamos con tantos embotellamientos en la salida a Medellín—y mucho menos que esto cambiara súbitamente nuestro apetito nocturno.

Camino a Honda y acercándonos al Magdalena tomamos, al parecer, la mejor decisión posible en carretera—parar donde se encuentran las tractomulas. Hablo de un consejo que todos nos dieron en casa allá en Chapinero (padres, madres, mis tres tías y el vecino chismoso del edificio) y ¡Vaya consejo! Desde la entrada llena de tierra arrastrada por las gigantescas llantas de los transportadores locales hasta los tumultos de sillas Rimax de color ‘rojo pollería’ el sitio estaba repleto—de gigantes y protuberantes barrigas.

Los cubiertos de aluminio servían una función casi meramente decorativa en el lugar; el sonido de los mordiscos colectivos y el mascar de tan hambrienta clientela nos daba la señal de que habíamos encontrado el mejor parador del lugar. Era una mezcla de charlas a todo volumen, palabras masculladas de los que tenían la presa en la boca y los brindis alcohólicos de quienes no ostentaban el título de conductor designado. Procedimos a ordenar, de la manera más citadina y ‘turistera’ posible por medio de una mesera energética y entrada en años:

—Mi amor, yo una pierna-pernil y una gaseosa —pedía mi concuñado, responsable de los efectos narcóticos de la comida ‘trancada’ para los conductores novatos.

—Quiero un caldo de pescado, nada más —ordené planeando la siesta.

—A mí deme un viudo de capaz —dijo mi hermana sin más.

La mesera abrió los ojos como si se tratara de un ternero entrando a la correa transportadora del matadero distrital. Se le dibujó una inmensa sonrisa y repitió, para estar segura, la pregunta:

—¿Segura señorita? ¿Un viudo de capaz?

—Si, un viudo de capaz está bien. —mi hermana no se inmutó al respecto.

Se nos confirmó la orden por última vez y cuando pensábamos volver a la conversación notamos que la mesera saltaba de alegría mientras le contaba al cocinero lo del famoso pescado. El personal trasnochado del lugar se regocijó en una especie de ola exagerada de euforia mientras tomaban la orden y se preparaban para entregar el celebrado plato.

Pasaron diez minutos y primero llegaron los pedidos más comunes. Lo que no esperábamos luego era nuestra mesera ocupando solo un gran plato de cerámica blanca decorada con ambas manos—y que este fuera el famoso pescado que celebraban. Mi hermana se encontró con el viudo que ordenó: un exuberante animal entero de aproximadamente cuatro libras de pura proteína proveniente del río: eran cincuenta y pico centímetros que excedían el largo de la bandeja. Una gloriosa piel plateada y una mirada penetrante a todos los comensales. Su cama, mejor que cualquiera en un hotel Hilton, era de arroz con coco —pintado con Coca-Cola— con un glorioso patacón plano y muchas verduras. Ninguno tenía pensado en comer capaz esa noche, y mucho menos sorprender a los camioneros que se sentaban a nuestro costado; el encuentro con este gigante del río fue el comienzo de una relación surreal de casi dos horas donde todos hicimos parte de la hambrienta clientela—al mismo tiempo sorprendidos por el tamaño del plato. Esa noche nuestro conductor demostró su valentía al llevar, en línea recta y bajo un cielo estrellado, a tres víctimas de semejante pescado.

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