Llueve sin piedad. Llueve sin afán hace doce horas. Un vehículo salpica al único peatón. El valiente caminante se sacude la mancha más grande y continúa su camino. Revisa que su libro no se haya mojado y retoma la lectura. Vuelve a sonreír de lado y a alzar la ceja derecha. Levanta la mirada para cerciorarse de que no vendrá otro ciego y así poder cruzar la calle sin ser arrollado. Lo hace leyendo la última línea del relato. Levanta la mirada bruscamente. Está en la mitad de la calle. Es el final del relato. Un ciego conduce. Llueve sangre.