Análisis

Zombis color mugre: El cine hechizo de Camilo Restrepo

Zombis color mugre: El cine hechizo de Camilo Restrepo

Adolfo Guerrero
Imagen portada de
Invitados LN
2021-05-31

Ahora que esta crisis profunda también es una crisis de las imágenes y los relatos que nos hemos contado los unos a los otros, el trabajo de Camilo Restrepo es más que relevante. Su trabajo apunta en dirección de aspectos claves de la enrevesada realidad colombiana, en especial la producción de discursos que la construyen: relatos orales y audiovisuales creados por una infinidad de agentes dentro de un campo hegemónico de enunciación y producción que es violento, opresivo y, podría decirse, tenebroso hasta la ilegibilidad. Además del estreno de Los Conductos el 3 de junio y con ocasión de la retrospectiva sobre su trabajo en la Cinemateca Distrital, el director asistirá a las sesiones del 1, 2 y 4 de junio a las 6:00pm y el 3 de junio a las 3:00 pm.

El año pasado Camilo Restrepo ganó el premio a Mejor Opera Prima en la Berlinale con su primer largometraje Los conductos. Por supuesto, hubo algo de algarabía en los medios por el premio dado por los señores europeos y etc, lo de siempre. En parte, fue por el prestigio del festival y la resonancia de la noticia que apunta a ese orgullo fácil del “triunfo de los compatriotas en el exterior”, porque este no es un cine masivo y no creo que se conozca mucho a Restrepo en este momento. Una de las razones del desconocimiento de su trabajo es que los géneros en que se mueve no tienen un público amplio. Sin embargo, estos hacen parte de una de las tendencias más vivas del cine hecho actualmente en Colombia: el videoensayo y otras formas cinematográficas basadas en el montaje de material fílmico de diferentes fuentes (archivo, puesta en escena, material de medios de comunicación, comerciales, entre otros), con lo cual se crea un discurso crítico que más que arriesgar una interpretación uniforme de la realidad social y política del país, indaga en su complejidad gracias a la puesta en crisis de las imágenes. 

Sus trabajos anteriores van por este camino, exploran las posibilidades del montaje, pero son más cercanos al género documental. Yo había visto sus cortos que se mueven en circuitos reducidos, como La impresión de una guerra (2015) que fue algo deslumbrante. Con razón, la crítica de cine desde hace algunos años ve a Restrepo como una promesa y por eso su primer largometraje despertó gran expectativa ya que, además, es una película de ficción. Se estrena el 3 de junio en Colombia, aunque se había subido antes a la plataforma Mubi, lo cual indica que empezará a llegar a un público más amplio.

Los apuntes a continuación son juegos interpretativos en diferentes niveles que no buscan reducir la riqueza de asociaciones que la película genera, son solo caminos, errancias reflexivas que desembocan en temas concretos de la experiencia de habitar un territorio común. Porque gran parte del atractivo del trabajo de Restrepo es ese: puede parecer muy complejo —intelectual le llamarían, en oposición a un cine más light o de entretenimiento—, pero su intención es conectar con materiales que proceden o derivan de una experiencia popular, materiales que en la órbita de discursos hegemónicos pueden parecer desechos culturales.

Por un cine más allá de la narrativa

Se ha dicho que Restrepo se lanza en esta película por primera vez a la ficción, aunque, como veremos, la puesta en escena es construida con múltiples sustratos (desechos) de la realidad colombiana, que podrían concebirse como documentales, o al menos como archivo. Este cambio plantea un problema inicial: la narrativa. 

Del argumento de la película no hay mucho que decir: Pinky, el protagonista, es un habitante de calle que ha escapado de una secta de marginales sociales, quienes, bajo un discurso de hermandad y amor de un líder que llaman el “Padre”, terminaron conformando un extraño grupo delincuencial. Nada de esto se muestra en la película, nos lo cuenta la voz en off del protagonista. Las acciones son reducidas y en su mayoría son la errancia de Pinky por la ciudad luego de asesinar al Padre. Así, en los primeros minutos vemos el asesinato, el robo de una moto, el vagabundeo por la ciudad, el consumo de basuco en un mirador, el encuentro con un jíbaro. Finalmente, Pinky se refugia en una bodega vacía y por su voz sabemos que estas son propiedad de la secta y que él las ocupa todas las noches esperando que aparezca el padre (esto muestra lo confusa que es la temporalidad de dicho asesinato).

Hay otros momentos: en el día Pinky trabaja en una fábrica de camisetas chiviadas, lo despiden, y se reanuda la errancia por la ciudad, aunque esta vez en otros espacios menos marginales: un centro comercial, un restaurante. Esto muestra el intento de Pinky de rehacer su vida, pero se encuentra con el continuo desprecio social por su condición de “puto basuquero”. Sin embargo, justo en la mitad de la película la historia da un giro y se trastorna por completo.

Pinky tiene un accidente en la moto y todo se vuelve extraño cuando en la película irrumpen otras dos líneas: la historia de tres payasos que fueron famosos en la TV colombiana, uno de los cuales (“Tuerquita”) terminó como adicto en las calles; y la historia de Desquite, el bandolero de los años 50. Estas se invocan desde dos voces en off: la de Pinky que desde el inicio ha estado presente, y la de Restrepo, que irrumpe en la secuencia del tránsito por un túnel. Estas tres líneas empiezan a solaparse y varios elementos del nivel verbal invaden el mundo visual. Así, de estas dos historias surgen otros dos personajes que se integran a la diégesis como desdoblamientos de Pinky. Me explico mejor: aparece otro actor que lo empieza a acompañar y estos dos empiezan a trucarse estas identidades: a veces son Tuerquita y Bebé, a veces Pinky y Desquite, y así.

Bueno, todo suena bastante enrevesado, y lo es, pero esto no es una cuestión de seguir indicios narrativos, Restrepo está en otro lado. Aquí de lo que se trata es de los discursos que pueden emerger de este juego de manipulaciones y transfiguraciones, porque el método de Restrepo es explorar las posibilidades del montaje de materiales disímiles que encuentran diferentes niveles de significado y relación. Como lo afirma el propio Restrepo, su posición política parte de despojarse de los marcos convencionales de la narrativa para explorar otras formas de organización.

En un artículo en el que explica su trabajo con el montaje Restrepo habla de concebir la organización de sus películas en líneas de errancia, lo que implica una concepción espacial del cine, más que una temporal. En este sentido, la progresión no la da un argumento narrativo que se mueve hacia adelante en el tiempo, sino la convivencia paralela de imágenes que se mueven en un mismo espacio. Es decir, trazar cartografías como un conjunto de líneas de errancia que forman nudos y trazan cruces. Dice: “en Colombia estamos en errancia pero nos cruzamos en alguna parte”. Así, las imágenes, al cruzarse, nos pueden generar nuevas formas de ver/comprender esta experiencia común (mejor no decir en ningún momento “de nación”).

En la película esas líneas corresponden al tema de la marginalidad de Pinky y de estos otros personajes con los que genera correspondencias (diluyéndose en una especie de alucinación las distancias temporales), pero también las líneas de un espacio y una realidad llena de objetos, relatos e imágenes concebidos como desechos y residuos. Estas representaciones nos llevan a un discurso más amplio, a cierta “mentalidad” social y política colombiana que es la productora de tales imágenes. Son estas representaciones las que Restrepo pone en crisis en su película.

2020© Montañero Cine / If You Hold a Stone

Sobre cierta estética de los desechos

Lo primero que se debe entender es que Restrepo le rehúye a cualquier tipo de explicación verbal directa, a sacar sentencias o conclusiones y, por el contrario, su objetivo es construir un espacio visual en el que no se reduzca la complejidad de la realidad observada. Así, existe una estética de los residuos y los desechos que se construye con varios elementos: los personajes y sus destinos de parias, la puesta en escena precaria, la captación documental de espacios marginales de la ciudad, los relatos de la cultura popular, incluso, en un nivel extradiegético, la tecnología con la que está hecha la película (filmada en 16 mm). Voy a hacer una lista rápida:

  • El basuco es el residuo de la cocaína, al que además se le agrega polvo de ladrillo para rendirla y cenizas de cigarrillo para carburar. Las pipas en que se fuma el basuco están hechas de residuos. El consumo de esta sustancia está destinado a los habitantes de calle, consumidores residuales.
  • Barrios de invasión: en una toma Pinky se sienta en una ventana y al fondo tenemos las barriadas: hileras de casuchas hechas con desechos, barrios de invasión, toda la historia que conocemos. También existen muchas tomas de los interiores de estos espacios, con sus superficies precarias, que se convierten en un material con el que Restrepo trabaja varios cuadros de la película experimentando con sus posibilidades plásticas desde la composición, el manejo del color y la luz.
  • Calles marginales: Pinky va en la moto robada por calles de barrios marginales y se muestran panorámicas de lo que son los desechos de ese sistema despiadado que son las ciudades: la basura y los habitantes de calle conviven como una sola materia, como eso desechado que es arrumado en un rincón, lejos de los espacios donde vive la gente de bien. Hay un gran trabajo visual con la oscuridad urbana.
  • Reciclaje: pequeñas economías lícitas de los residuos y de los desechos. En la película se muestran tomas de una chatarrería y recicladores en la calle. La basura suele ser las pequeñas economías con las que estos marginales sobreviven.
  • Robar: gran parte de estas actividades ilícitas pasan por la idea de apropiarse de residuos o de desechos. Pero robar es también un acto de extraer un objeto de su funcionalidad y volverlo un residuo que se puede vender, como el caso del robo de cobre que se muestra en la película. Aquí se ven varias alusiones a estas economías delictivas (la secta del padre sería una microempresa y los grandes carteles del narcotráfico una multinacional).
  • Relatos populares como residuos de una memoria colectiva: Restrepo recoge relatos sobre la marginalidad que circulan por la sociedad colombiana, como la historia de Tuerquita o la historia del diablo, entre otros. La historia de Desquite difiere un poco porque tiene un escenario de validación que es Gonzalo Arango y el nadaísmo, pero la historia de los bandoleros tiene esa aura de leyendas de terror que ocurren en el monte. Restrepo no está tomando los grandes relatos con los que se construye la historia o las identidades nacionales, sino estos relatos marginales que dan testimonio de una experiencia común.
  • La secta son un grupo de hombres desechados (rotos, apaleados, expulsados de la sociedad), los cuales son manipulados por el Padre gracias al discurso de hermandad de secta fanática (¿residuos de lo que antes pudo ser un discurso religioso y sus mecanismos retóricos de manipulación grupal?), esta manipulación los conduce a realizar actividades ilícitas.
  • Residuos de conciencia y de memoria: el delirio basuquero de Pinky puede ser eso, lo cual ayuda al desarrollo narrativo de la película. De ahí puede venir la disgregación y fragmentación de una conciencia hecha de residuos que intenta reconstruir un rumbo, o más bien, librarse de un destino (de un conducto), para lo cual es importante hacer una reconstrucción (tal vez, una memoria hechiza que se hace con la cámara).

En fin, esta enumeración sólo quiere mostrar de qué va el mundo ficcional que construye Restrepo alrededor de la idea de marginalidad y desechos. Yo creo que esta producción de sentidos no se puede agotar porque son múltiples las conexiones. Un análisis aparte requeriría pensar los numerosos recursos que se usan para relacionar estos materiales: las transiciones entre las tomas, las conexiones plásticas por similitud, la repetición de motivos que no tienen relación directa y que resuenan a la distancia, y todo otro grupo de técnicas que hacen uso del sonido para generar fueras de campo, pero también para construir ideas y sensaciones (1).

Por ejemplo, el manejo de las sombras y el cromatismo es muy especial, ya que no solo crea una atmósfera, sino motivos visuales con los cuales se hacen las transiciones. Es un montaje por correspondencias que no solo responde a un ritmo, sino que crea sentidos que se asocian a los discursos de la película. Aunque pueda sonar cliché no deja ser menos cierto: estamos, sin duda, en el cine de un artista plástico, y Restrepo suele repetirlo para marcar las distancias con la tradición cinematográfica como una especie de posición privilegiada, una trayectoria inusual que es su virtud.

Creo que en general lo que hay en la película es una enorme estética de los residuos. Restrepo busca lo que ha sido desechado, ya que esto es materialidad existente y, por tanto, todavía es cultura. Ese es el punto de recoger cosas por la calle (imágenes, en este caso) para luego asociarlas según la forma en que se empiezan a percibir sus cruces de sentido en el espacio: concepción que se encuentra plenamente en La impresión de una guerra (2015), la cual es también un montaje de desechos (más patente ya que usa el archivo audiovisual de manera directa) que se reúnen bajo la idea de los residuos/registros.

Es decir, Restrepo crea un marco audiovisual muy poderoso en el cual estos elementos chocan y se canalizan en la figura de Pinky y la idea del paria social (2). Sacar conclusiones sería forzar un poco la reflexión al plano de los esencialismos.

Pero quizá se pueda arriesgar ese ejercicio.

Dos rápidas hipótesis sobre las dos caras de este mundo de residuos

Listo, mandemos los esencialismos: buena parte de nuestra cultura, y más la que participa de manera tan delirante del ritmo vertiginoso de los intercambios del capitalismo global, está hecha con residuos. Nuestro consumo atiende a un flujo residual de mercancía: ropa descontinuada, carros descontinuados, tecnología descontinuada, y así. Incluso nuestros propios productos: tomamos pura pasilla mientras exportamos el café de primera al primer mundo. Habría que pensar un poco más cómo ese flujo residual que hace parte de un sistema de circulación de mercancías muy amplio nos trae estos objetos con los cuales habitamos el mundo, además de los que falsificamos nosotros como simulacro de consumo.

Así, este mundo visual de Restrepo me despierta la conciencia de habitar un mundo lleno de residuos y las formas en que nos apropiamos de estos objetos, los cuales se convierten en presencia, en vida, aunque también incitan ciclos destructivos que no permiten romper con esta subordinación. Es decir, la conciencia de que nuestros destinos individuales y colectivos pasan por estas condiciones de precariedad y nuestra posición subsidiaria en el mundo.

Un primer escenario, digamos, negativo, serían las actividades ilícitas a las que esta situación de precariedad lleva. En la película se muestran principalmente tres: la falsificación, el robo y el narcotráfico (aunque solo en su dimensión de microtráfico y el consumo por parte de una población marginal). Como se había dicho, gran parte de estas actividades consisten en apropiarse de residuos o de desechos. Por ejemplo, en la película se roba cobre. Me acuerdo que en el pueblo hacíamos eso para conseguir plata para ir a jugar maquinitas y años después aguardientico. No robar, vender el cobre de los pedazos de cable que quedaban por ahí tirados. Pero en la película hay una imagen oral hiperbólica que excede la panorámica de Medellín que es mostrada en este momento: los ladrones de cobre a veces se hacen a todo el sistema de cableado dejando a la ciudad sin luz. Una exageración verosímil: en el pueblo a veces la cuadra amanecía sin luz, en la noche se habían robado los cables de los postes.

Entonces, se extraen objetos de su función principal para ser revendidos bajo otros criterios de valor. El cobre es un conductor, es la base material de la red eléctrica, al robarse se vuelve residuo que solo puede tener el valor de la materia prima. Y los compradores compran el cobre robado como materia prima para después hacer otra vez cables para reemplazar los que han sido robados. Esa puede ser la lógica de nuestros ciclos económicos de precariedad, la ilegalidad que no crea cadenas de valor sino de desvalorización (la vida misma sufre este proceso y termina valiendo nada).

Existe otra imagen hiperbólica: los habitantes de Medellín temen que de tanto raspar las paredes para el bazuco la ciudad desaparezca y termine convirtiéndose en humo que se va al cielo (la sola imagen es preciosa). Esta imagen se inscribe en esta idea: la lógica de solo poder vivir-consumir de los residuos del complejo sistema económico global lleva a este delirio en que ciertas dinámicas de parasitismo terminan carcomiendo todo y agudizando la precariedad. Entonces, cierta cultura de la ilegalidad, cierta lógica de la rapiña (en la película también hay una alusión en la historia de Tuerquita a la corrupción política), se arraiga en la sociedad colombiana porque estas condiciones materiales están dadas.

Pero podemos verlo de otro lado, digamos, una manifestación positiva a estas condiciones. Esta sería la reutilización, el reciclaje, la apropiación. Y aquí se me aparece una palabra que incluso está en La impresión de una guerra: lo hechizo, cercano al fenómeno de la falsificación, de lo chiviado.

En pocas palabras, lo hechizo es producir tecnología funcional a partir de desechos. La empresa de estampado es claramente algo hechizo para una finalidad de falsificación, así como las pipas del basuco. En el universo visual de Restrepo esto puede considerarse como un motivo reiterado, una forma de concebir los objetos y su materialidad en estas dinámicas de reutilización, buscando la funcionalidad que permite vivir. Y en términos estéticos esto es bastante llamativo ya que lo hechizo es una especie de asociación (montaje) entre elementos impensables (y quizá ahí reside la belleza de estas conjunciones improbables que están cerca a lo kitsch) y cierta estética popular que va más allá de la funcionalidad misma; hacia un plano ornamental que llega hasta lo simbólico (3).

Así, en Los conductos la máquina de falsificar camisetas es un extraño artefacto que cuenta con un movimiento mecánico centrífugo (aquí va un cenit) para que las manos precarizadas impriman las marcas de ropa falsificada sobre las camisetas de una manera bastante artesanal. En esta imagen se siente de manera intensa múltiples líneas históricas, materiales, culturales que confluyen y que intensifican y disparan la conciencia de la experiencia. En mi caso particular, que crecí con el surgimiento de este sistema del prestigio de las marcas de ropa, me pareció fascinante esta pequeña escena que me permitió ver la procedencia de la ropa de marcas chiviadas. Porque siempre me pareció absurdo esa falsificación que era evidente y el consecuente regocijo de la gente que la compraba, como si se tuviera la conciencia de que se adquiere algo que no se puede tener. Una especie de simulacro que imitaba esos sistemas simbólicos de la mercancía, pero a nuestra manera —hasta se podría hablar de cierto orgullo por la malicia de burlar este sistema simbólico segregador y opresivo.

Y se puede ir más allá, a las formas mismas de producción. ¿Se podría hablar de un cine hechizo como una especie de variación de una tradición más amplia que es el cine precario latinoamericano (toda la tradición de Glauber Rocha y etc.)? Entonces, ¿el montaje de imágenes desecho/residuo es una forma de hacer un cine hechizo? (4). Y se me ocurre esa equiparación porque el principio es el mismo: crear un sistema de sentido (funcional, digamos) a partir de residuos (el archivo, el material hecho por el mismo director con la tecnología residual del 16 mm). Entonces, también en un nivel de producción cultural podemos ver extendida esta relación entre la producción hegemónica de mercancías y la producción hechiza/residual/subsidiaria, no de “productos propios”, sino de formas que surgen de una experiencia y un espacio concreto. 

En un segundo momento, luego de revisar esta especie de “topología de residuos” que es una “estética de los desechos”, puede tratarse el punto de mayor intensidad de estos recorridos: la figura del habitante de calle y el cruce con otras experiencias y objetos de marginalidad.

Sobre Tuerquita, el vicio y los desechables

En la mitad exacta de la película, la línea de errancia de Pinky se interrumpe y aparece la voz en off de Restrepo diciendo: “Eran tres, el padre y sus dos hijos. El padre se llamaba Pernito. Los otros dos, Tuerquita y Bebé”. 

Ah, Tuerquita, lo recuerdo, fue un día célebre en el pueblo. En el potrero habitual, a las afueras, se levantó la carpa circense con sus debidas gradas de madera, enclenques y tambaleantes. Los mismísimos Tuerquita, Bebé y Pernito iban a presentarse. Yo estaba muy pequeño pero recuerdo el regocijo de la gente. Y ahí estaban, con sus numeritos de payasos, desplegando su arte de “hacer reír a los niños”, pero había algo más, era su aura televisiva, quizá, que brillaba iluminando por un día la oscuridad periférica de ese pueblo de tierra caliente. Recuerdo con nitidez muchas cosas, en especial una, pero esto podría ser más bien un autoengaño, porque existe una fotografía: mi papá y yo posando con los payasos, yo estaba asustado, mi papá feliz. En general me caen mal los payasos y siempre sentí en ellos cierta fragilidad y precariedad.

Archivo familiar de Adolfo Guerrero

Luego, ya adolescente, escuché la historia de Tuerquita y cómo terminó en la calle, y se me aparece ahora como el estado límite de esa fragilidad. Era una historia de esas absurdas, pintorescas, grotescas que cargo en la cabeza como síntesis narrativas de esa extraña realidad que es la colombiana. Y entonces aparece la voz de Restrepo contando esa historia y me pongo a pensar que las imágenes del vicioso y del habitante de calle muestran una forma de concebir el orden social y su relación con el consumo de drogas y la marginalidad, una “mentalidad” que se traduce en prácticas muy concretas de segregación y exterminio.

Entonces me pregunto ¿qué pensará un europeo viendo esta película? Pues, digo, ¿cómo podrá sentir el peso de ternura retorcida, precariedad y tragedia que guarda ese diminutivo de Tuerquita que uno escuchó como una de esas historias populares que daban vueltas por ahí antes de la época de la interconexión? Una mezcla de chisme aleccionante que no solo transmitía cierta moral, sino también llevaba implícito una forma de condena y amenaza social que era extensible.

A los niños se les contaba este tipo de historias para advertirles del “infierno de las drogas”, concebido como un camino de perversión moral y física que tenía siempre el mismo final: terminar en la calle. Estos relatos fueron muy prolíficos: no solo estas historias las contaban las madres atemorizadas con “los males de la calle”, sino que existió todo un aparato (pues sí, ideológico) que alimentaba estas concepciones: telenovelas, películas, los noticieros de televisión, la publicidad, y un largo etc. 

Así, desde una moral católica y conservadora, una buena parte de la sociedad colombiana relaciona la marginalidad con la delincuencia y el consumo de drogas, relación sintetizada en una palabra: el vicio. Podemos hacer un recuento para los señores europeos, pues doy por hecho que nuestra experiencia común permite al colombiano obviar esta explicación: el vicio —no como en el Marqués de Sade— se refiere en concreto a sustancias alucinógenas y demás drogas ilegales. Y no, el alcohol no está incluido, y para que les quede claro, esta cita de Pablo Arango:

En Pensilvania, don Noé Gómez es un profesional en la administración de bares. Estudié con uno de sus hijos, Mauricio, y varias noches a la semana asistíamos a la cantina del papá. Cuando don Noé estaba muy borracho, le daba por aconsejar a su hijo. Una noche lo llamó con ese gesto ceremonial de los padres cuando van a decir algo importante, y le dijo: «Mauricio, mijo, tómese todo el trago que ve aquí (y haciendo un arco iris con el brazo, señalaba la estantería repleta de botellas), fúmese todos los cigarrillos que ve aquí (el mismo gesto con el brazo), cómase todas las viejas que quiera, y todos los muchachos que quiera también... pero no vaya a meter vicio en la hijueputa vida».

Alrededor del “vicio” existe toda una mitología popular. Es concebido como un mal que corrompe y degrada el cuerpo social, un mal que debe ser combatido y “eliminado”. El problema es que ese “eliminar” se refiere a los consumidores, y esto terminó siendo una de tantas razones con las que se justifica el asesinato en el país. A la “extirpación” de los viciosos se les llama “limpieza social”, ya que la condena moral le ha despojado de sus derechos. 

Claro, la condena moral está en todas partes, y supongo que todo país tiene sus versiones godas de la negatividad de las drogas y los habitantes de calle, pero en el contexto de violencia del país estas prácticas de segregación se llevaron a límites de horror impensables. El mismo relato lo dice en la película: cuando a Tuerquita lo apuñalaron, el papá decía que lo dejaran morir, “que él era solo un ladronzuelo”.

Me viene a la cabeza recuerdos de las infancias noventeras, llenas de historias sobre los viciosos del pueblo que amanecían muertos, a veces picados y tirados en canecas de basura, como en una especie de puesta en escena, de performance macabro de “limpieza social”, de basura que se pone en su lugar. Hay que aclarar que la mayoría de muchachitos en ese tiempo metíamos “vicio”, de vez en cuando no más, pa la fiesta, pero a los que mataban eran a los muchachos de los barrios marginales, los que “delinquían” para “comprar vicio”. Nosotros, en cambio, podíamos comprarlo con la plata de los papás que ni se enteraban, pero a veces sospechan y decían: “cuidado le pasa algo por estar metiendo vicio o juntándose con viciosos”.

En este espacio oscuro de marginalidad son arrojados miles de individuos con trayectorias muy diferentes. A la calle no solo son tirados los delincuentes y los drogadictos, sino que hay toda una población flotante de desplazados que son juzgados con estos mismos raseros, y se vuelven una sola materia de desechos sociales sin derechos. Y ni siquiera el asunto se queda aquí, este discurso permite la cancelación del espacio público, algo que sintieron miles de ciudadanos que dentro de su diversidad vieron cargar con esta negatividad su relación con el espacio (como la comunidad LGBTI, artistas urbanos, entre otros). Todos ellos en algún momento pudieron ser tildados de “viciosos” y justificada su limpieza. Así, la condena moral crea una categoría especial del paria social que solo puede habitar las márgenes y que es muy probable que termine muerto en alguna calle (sobre este tipo de cosas charlan Pinky y Desquite a la luz de una fogata).Durante años se ha convivido con este imaginario (por supuesto azuzado por los poderes fácticos del país) lo que ha producido una serie de materiales culturales, relatos e imágenes que lo proyectan. Son estos materiales, tanto populares como construidos desde arriba, con los que trabaja Restrepo.

Matar al padre no te hará libre

En su errancia por esa ciudad alucinada y trastocada temporalmente, que se convierte en puro espacio visual —objetos residuales, cuerpos residuales, espacios cargados con esta negatividad de la marginalidad—, la historia de Pinky y su deseo de matar al padre y liberarse empieza a confluir con todos estos objetos, que en él se convierten en punto de intensidad, y, en especial, en subjetividad que empieza a exponerse y a cuestionar su estado. 

Es por esto que el personaje se vuelve intemporal, se convierte en un cuerpo que es muchos cuerpos: los desechados por la sociedad colombiana a través de un discurso moral (camandulero, como puede decirse en nuestra hermosa jerga). El bandolero, el drogadicto y el habitante de calle son figuras que además aluden a una juventud condenada al no-futuro, y Pinky es todos ellos. Esto se ve claramente en la última línea de la película, en la que esta condena funde por completo a Pinky y a Tuerquita, cuando dice: “No bebé, papá estaba equivocado, yo no merezco morir, es él el que merece morir, y solo yo sé cómo matarlo”. Aquí el que habla es Pinky, pero sus palabras se refieren a la historia de Tuerquita. 

Se presenta entonces como posible resolución o término esta idea de matar al padre opresor que condena a sus hijos a la muerte. Sin embargo, los rodeos a esta figura paternal hacen que el padre no sea real, ni siquiera en la ficción (el cuerpo que vemos sangrando debe ser el del propio Pinky). Matar al padre no será la liberación, porque el padre es también otro punto de intensidad de un contexto mucho más complejo, de una sociedad que permite estas trayectorias: tanto la de los marginales como la de los opresores. Esto puede ayudar a liberarnos de un esquema “edípico” que hace un reduccionismo de las relaciones de poder, que nos lleva a pensar que con solo matar al padre todo se soluciona.

Por este motivo, la historia se centra, más que en un asesinato, en la trayectoria de Pinky tratando de salir de esta condena, que además de espacial es mental. Restrepo dice que la palabra conductos remite a conducta, y que este es el móvil del personaje: buscar una nueva vida, un renacer. Los obstáculos, los devaneos, los delirios, la soledad, el pesimismo, el horror se manifiestan a lo largo de la película en esta errancia, dando la impresión de que no hay forma de que Pinky salga de este espectro. Una escena como el monólogo del protagonista viendo una calera de hierro hirviendo y pensando en que todo debería fundirse en la nada, es uno de los puntos más oscuros de este devenir.

Así, más allá de la figura autoritaria (que existe y que podemos señalar y darle nombre propio), la liberación de esta condena social se da también en otros niveles: no internos, como sería fácil decir, sino en todo aquello que está involucrado en producir nuestra subjetividad. En el caso de Restrepo, el asunto es claro: la confrontación debe ser con las imágenes (audiovisuales y orales en este caso) que crean nuestras representaciones del mundo. 

2020© Montañero Cine / If You Hold a Stone

Por eso la idea de matar al padre no funciona como conclusión a la película, aunque sí como un punto sobresaliente, un punto que es liberador, que estalla en sonidos de tambores marciales: matar al padre no es dispararle a un cuerpo y destruir sus conductos vitales para acelerar su muerte inevitable y así crear una oportunidad de liberación prematura, no, es salir de los propios conductos, destruir la propia conducta. Pero no solo Pinky debe salir de esta conducta autodestructiva, sino también cierta parte de la sociedad colombiana que se aferra a estos imaginarios que alimentan estos sistemas paternalistas de muerte. Las dos líneas finales de la Elegía a Desquite de Gonzalo Arango que se anudan con la tercera línea de la película refuerzan esa idea:

Yo pregunto sobre su tumba cavada en la montaña: ¿no habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir?/Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: Desquite resucitará, y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas.
2020© Montañero Cine / If You Hold a Stone

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(1) Incluso podría uno remitirse a trabajos y teorías de una tradición de montaje como la soviética, en particular, Pelechian y sus reflexiones sobre el montaje a distancia y la compleja relación que puede construirse entre la imagen y el sonido, no solo como una preocupación de sincronía y acompañamiento, sino también de suplantaciones, de distorsiones, de reiteraciones, entre otros.

(2) En el proceso de escritura una recomendación me llevó a un libro que no conocía pero que conecta con muchas de estas ideas que tratan de pensar la estética de Restrepo: Teoría General de la basura de Agustín Fernández Mallo. Sus ideas son muy sólidas y podrían eventualmente ayudar a comprender muchos aspectos del trabajo de Restrepo.

(3)  Ver La impresión de una guerra: En una de sus secuencias aparece una maquinita tatuadora hecha por reclusos con un lapicero y el motor de un juguete. Aquí los tatuajes no solo son ornamentación, sino también marca que da testimonio de la violencia y la marginalidad.

(4) Es fascinante pensar cómo la tradición del montaje de archivo desde sus inicios fue una forma de superar un estado de marginalidad para participar de la producción de imágenes cinematográficas. Hablo de la primera persona que hizo un montaje 100% con imágenes de archivo: la montadora soviética Esfir Shur. La cuestión era sencilla: el trabajo de montaje estaba feminizado, pues era una tarea tediosa que implicaba cortar y catalogar el metraje. Era como coser, y a las mujeres las pasaron de las máquinas de coser a las máquinas de montaje. Mientras tanto, los hombres inventaban el cine con plena posesión de los artefactos cinematográficos. Entonces, los hombres tenían las cámaras y las mujeres las mesas de montaje (que en ese entonces no podía ser una instancia creativa). Pero Esfir Shur hizo lo impensado: hizo películas sin pararse de la mesa de montaje y con eso fundó toda una tradición, que en últimas es de la que estamos hablando con Restrepo. El cuento entero puede leerse aquí [link]

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