Ficción

El hombre de la cuarentena

El hombre de la cuarentena

Invitados LN
Imagen portada de
Marcia Díaz
2020-12-05
El confort aísla
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Paul Valéry

No hace mucho, en la tarde de un viernes, me paré enfrente de la ventana de mi apartamento, en una unidad residencial en Bogotá. Llevaba ya unos días adentro y estaba un poco melancólico y aburrido, sabía que necesitaba hacer algo para ocupar mi mente durante el encierro; quería que el aislamiento por la cuarentena fuese una oportunidad para poner a producir al intelecto. Si no fuera porque las crisis se han convertido en una situación cotidiana, con el enfoque adecuado, pueden ser el momento de inspiración y de encuentro con las musas. El silencio, la brisa que llegaba con la caída de la tarde, incluso el dolor en la espalda y en las piernas que padecía por estar tanto tiempo sentado eran sensaciones que empezaba a disfrutar, al igual que la soledad y el sentir que estaba hablando con las voces dentro de mi cabeza. Empecé a preguntarme cómo estarían viviendo todos los demás esta situación. Mientras me tomaba una taza de té, cerré la pantalla del computador y revisé mi celular por enésima vez en el día; lo tiré, hastiado, y me quedé observando las áreas comunes de la unidad vacías, las fachadas de los edificios y las ventanas de mis vecinos.

El conjunto residencial está ubicado en un barrio clase media y solía estar muy concurrido de gente entrando y saliendo, niños jugando, parejas, jóvenes, estudiantes, familias… En una hora como esta, a las seis de la tarde, se veían cientos de personas regresando de sus trabajos o saliendo a sus actividades nocturnas. Hoy la situación es inusual, las nubes y el cielo azul han pasado, ido y vuelto, para encontrar una ciudad deshabitada; la calle se ha convertido en un lago congelado que nadie quiere pisar y que, a pesar del cielo naranja típico de un atardecer tropical, recuerda el más duro de los inviernos. No recordaba la última vez que había estado tanto tiempo absorto en mis pensamientos, inmóvil, sin ver prácticamente nada. La sensación de extrañeza que me produjo ese momento hizo que no quisiera volver a sentarme en frente del trabajo, los libros o el celular. Decidí quedarme un rato, atento ante la escena que se me presentaba. Al principio me pareció que no tenía nada de raro lo que veía. Apartamentos en todas las direcciones, en los que uno suponía debía haber una familia, pero donde superficialmente no pasaba nada. Seguramente todos estábamos en la misma situación: solo eran mis vecinos cumpliendo las disposiciones gubernamentales de quedarse en casa. Sin embargo, empecé a fijarme en aquellas ventanas que tenían las cortinas abiertas o en las que se podía ver algún movimiento, y a detallar los distintos cuerpos, vestimentas, actitudes, rutinas y actividades.

La mayor parte de los que podían verse eran hombres leyendo libros o fumando cigarrillos. Estaban solos, metidos en alguna actividad que les permitiera estar fuera del mundo, la mayoría usaba audífonos y parecía que concentraban todas sus energías en conservar la calma. Tenían una mirada pausada, pero no por ello tranquila, se distraían fácilmente de su libro, su cigarrillo o su celular, y levantaban su mirada hacia las paredes, el cielo o las ventanas, aunque no miraban a nadie. En muchos apartamentos había música, con la que se pretendía, tal vez, apagar el mutismo y el miedo. Sin embargo, era necesario afinar el oído para descubrir qué se escuchaba en cada hogar. Todos parecían comprender, como por un acuerdo tácito, los decibeles de volumen necesarios para no involucrarse con el otro. Desde mi posición, cada ventana era como el umbral hacia un universo autónomo, quimérico e inaccesible. Era como si los apartamentos fueran peceras con un jardín interior, de esas en las que uno se pregunta si los peces saben que están encerrados, con su propio ritmo de transcurrir del tiempo. Muchos de ellos parecían vacíos, pero estaba seguro de que allí había alguien: ingenieros, profesores, abogados, comerciantes, publicistas… estudiantes, jubilados y oficinistas; sujetos satisfechos con su frágil pero acomodada libertad, tratando de concebir el estado de emergencia como una oportunidad para disfrutar de tiempo libre. Ninguno hacía algo realmente interesante.

Era fácil darse cuenta de los que trabajaban a distancia. Vestidos de jean o ropa casual, sentados en su escritorio o en el comedor. Se veían entusiastas, concentrados en su labor y le hablaban con mucho ánimo a sus pantallas, vocalizando claramente y gesticulando con las manos. Aunque a veces se les notaba cansados, encorvados sobre sus teclados y parándose cada tanto hacia su cocina para tomar una taza de café tras otra. No era muy claro si la función del tinto era subirles el ánimo, distraerlos o permitir que se concentraran mejor en su tarea. Otros, sobre todo los más jóvenes, yacían en sus camas y veían televisión, absortos. Podían estar haciendo otra actividad al mismo tiempo, como doblar medias o arreglar una licuadora, sin dejar de ver su pantalla chica. Ningún sacerdote, pastor o maestro había sido atendido con tal fervor. Estos personajes vestían de manera ligera, en pijama o en sudadera. Las prendas no combinaban entre sí y no parecían muy cuidadas. Los televidentes sabían bien que aquel viejo hábito de pensar la vestimenta, así como el de caminar, había quedado para mejores épocas. Su atención delirante fue llamativa para mí por un momento, pero poco después me aburrí de verlos.

En la unidad también viven muchos adultos mayores, de quienes nunca antes me había percatado. Entre ellos, algunos no sabían lo que estaba pasando, porque su vida era casi una permanente cuarentena. Probablemente llevaban años usando la misma ropa: un pantalón de paño o una camisa, un vestido formal; cumplían las reglas básicas de higiene, pero no hacían mucho más por su presentación. Su vida consistía en dar vueltas por el apartamento probando los distintos sofás y espacios en los que se podía estar, incluyendo, sin duda, a un costado de la ventana, viendo a la gente pasar. En medio de su ignorancia, estos abuelos parecían los más sabios. Su mirada mostraba la impotencia de saber que no se puede dejar de temerle a la muerte. Esa angustia, que a veces se diluía en olvidos o digresiones, era lo más sensato que veía en ese momento.

Las familias que se asomaban intermitentemente por las ventanas ofrecían también una amplia galería de cuadros con los que entretenerse. Madres intentando mostrarles a sus hijos el mundo exterior. Valientes, al hacerles saber que estábamos una contingencia y que todos debíamos poner de nuestra parte para hacerle frente. Niños que redescubrieron los juegos de mesa y de su imaginación. Ellos, más adaptables de lo esperado, solo necesitaban la imitación de su escuela y de su rutina anterior a la cuarentena para sentirse en la normalidad. “¡Familias felices, todas iguales!”, habría dicho yo. Pero alguna vez leí en Tolstoi la idea de que “todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, así que era posible imaginar más de una frustración o discordia oculta en cada apartamento. Cuando podía ver solo a alguno de los miembros asomado por la ventana, esa confesión empezaba a manar de su mirada.

Afuera había personas en la calle: ciclistas llevando domicilios, recicladores, pordioseros, individuos que habitaban los antejardines. Pasó una mujer joven, embarazada y con dos niños pequeños. Sus pieles estaban resecas y sucias, debían llevar todo el día deambulando por la ciudad y llevaban consigo lo que habían recabado de la caridad de los otros. Ellos buscaban dónde pasar la noche; no temían el hipotético riesgo del que todos nos cuidábamos, pues la muerte los rondaba de otras maneras. Los cartoneros que regularmente pasan por el barrio también estaban en familia. Habían trabajado todo el día y descansaban comiendo papas fritas; la madre entonaba una canción a Dios para acompañar la calma de la ciudad silente… la imagen parecía sacada de un cuento de Charles Dickens, pero la belleza de su canto recordaba las voces que, en un poema de César Vallejo, hicieron levantar a un muerto… Pasaron también personas desesperadas por dar una vuelta, habitantes de la calle consumiendo bazuco, padres cargando copiosos mercados, médicos y acomodadores que llegaban de trabajar, jóvenes que aprovechaban sus perros para poder salir a pasear.

No sé si duré mucho tiempo contemplando la escena, o si era el reloj el que iba más despacio, porque a pesar de que detallé muchas personas, parecía que todo seguía igual. Empezaba a caer la noche y la ciudad estaba cada vez más vacía. Se encendieron los postes y los focos en los apartamentos. Prestando suficiente atención, el conjunto de ventanas se convertía en un juego de lucecitas amarillas y blancas que se encendían intermitentemente siguiendo un patrón irregular. Cada edificio era, entonces, un teatro de marionetas que abría de uno en uno sus retablos para mostrar las escenas, las instantáneas, de nuestra cotidianidad. Recostado en el marco de mi ventana, dejé volar mi imaginación conjeturando las posibles historias que pudieran desarrollarse en esos cuadros, hasta que, de repente, el cuerpo de un hombre (un adulto de unos cuarenta y cinco o cincuenta años) cautivó mi atención… Al verlo me quedé inmóvil y mi actitud ensoñadora de inventor de historias desapareció. Ese hombre estaba asomado a la ventana igual que yo; lo que más me impresionó fue la similitud de su gesto y corporalidad con respecto a los míos. Inicialmente pensé que estaba viendo mi propio reflejo en el vidrio de la otra ventana; me sentía como ante un gemelo, un doble, una copia exacta de mí mismo.

En los primeros segundos desmentí la idea de que ese hombre fuera un reflejo físico y continúe con las hipótesis que lo atribuían a un producto de mi imaginación, la ansiedad del encierro o una simple coincidencia; todas refutadas. Su encuentro traía consigo un cúmulo de sentimientos contradictorios de repulsión, atracción y miedo. Desde el instante en el que vi su figura, supe que no dormiría esa noche y que no podría siquiera acercarme a mi cama sin entender el cúmulo de sensaciones de persuasión, llamamiento, cautela y desasosiego que se juntaban. Se dispararon todos los síntomas de la ansiedad y empecé a temblar, nervioso y sorprendido al pensar que, de todas las historias en los miles de ventanas de la ciudad, la mía sería la más macabra. Siempre he pensado que no es un hombre aquel que nunca ha guardado un secreto; hay que enfrentar esa impenetrabilidad de los otros, para que, cuando al fin se levante o desgarre el velo que cubre su rostro, sepamos que también nosotros somos seres humanos. Así que decidí que esa noche no podría moverme del lugar en el que estaba hasta no saber lo que aquel hombre parecía guardar. Los dos nos miramos fijamente, nos paramos en frente de la ventana y cada uno empezó a detallar al otro. En esa posición pude analizarlo detenidamente. Era un hombre alto, medianamente fornido, estaba vestido con una de esas pijamas largas de piernas y brazos. Se notaba que llevaba varios días usándola, pero no estaba sucia. Igual era su habitación, que presentaba el desorden normal de un espacio donde acaba de terminarse un trabajo de oficina, había papeles y libros en la cama y en el piso, lo que parecía ser una importante investigación científica o filosófica. Cada detalle que vislumbraba incrementaba mi interés.

Sin que me diera cuenta, no solo se hizo tarde, sino que empezó a llover a cántaros, con lo cual terminó de desocuparse la ciudad y se apagaron algunas luces. Mientras la lluvia lavaba las fachadas, los techos y las aceras, cerraron las pocas ventanas que continuaban abiertas o con ropa extendida en ellas, y de paso se corrieron las cortinas que permitían ver algo en los apartamentos. Me quedé media hora inmóvil, observándolo detenidamente, y aquel hombre parecía hacer lo mismo, sin mostrar el más leve signo de conmoción. Después de un tiempo, empezó a hacer leves movimientos, productos del cansancio y del aburrimiento: se recostó en el barandal, flexionó levemente sus rodillas, se rascó una oreja. Advertí que yo también había comenzado a hacer círculos con las muñecas y los hombros para relajarlos, pero que no podía dejar de mirar hacia su apartamento. Él trajo una silla reclinable y un vaso de agua, para estar más cómodo en su observación; yo acerqué una silla del comedor y empecé a fumar un cigarrillo. Terminados el vaso de agua y el cigarrillo, ambos trajimos una frazada para el frío y yo me puse la pijama. Fuimos y volvimos de la cocina un par de veces, él fue al baño una vez mientras lo esperaba desde mi ventana; yo fui varias veces de la silla al sofá. Todos nuestros movimientos eran fútiles, dispensables e insignificantes, frente a la delirante curiosidad que no podíamos evitar sentir hacia el otro.

Fue más o menos una hora de contemplación. Seguía lloviendo y el movimiento de afuera se limitaba a algunos cambios en las luces encendidas y unas cuantas sombras deambulando. Cansado ya de no hacer nada, nuestro obscuro personaje se puso de pie y fue hacia el interior del apartamento. En su cuarto, empezó a moverse con ímpetu; era un movimiento ajetreado, dinámico y parecía algo importante. Después de un rato regresó con un cuaderno y un esfero. “¡Vaya coincidencia!”, yo también había traído los míos para anotar cualquier pista que pudiera darme. La lluvia se había calmado, pero aún seguía incomodando a los pocos fumadores, insomnes o perros que querían salir. Tenía cuaderno y esfero listos, prestos a anotar cualquier pista o indicación que pudiera explicarme lo que sentía en ese momento. Sin embargo, no se me ocurría nada. Seguía cada uno de sus movimientos, veía cómo aquel hombre tampoco usaba el cuaderno que había traído y cómo también se había convertido en el observador de los vecinos de mi edificio.

Eran casi las nueve de la noche y aún estábamos allí sentados; no había podido explicar el porqué de mi intriga hacia ese hombre, y tampoco él me había brindado una pista, algún rasgo que lo vinculara con el enigma que proyectaba. Afortunadamente sabía que no madrugaría al día siguiente y me había provisto de suficiente café para aguantar tranquilo la jornada. Él fue por su celular y revisó las redes sociales que todos teníamos; yo hice lo mismo. Arrastramos varias veces nuestro dedo por la pantalla para que algunos títulos, fotografías y vídeos se deslizaran en nuestras miradas, pero no nos detuvimos en ninguna publicación ni sostuvimos ninguna conversación. El interés por saber algo de aquel hombre de la cuarentena aumentaba progresivamente y resultaba más atractivo que cualquier contenido de la red. Esta no podía sorprendernos (finalmente, cada uno había configurado lo que quería que allí se le mostrara).  

Miré el reloj y, de repente, eran las once, ya estaban apagadas casi todas las luces en la unidad. El hombre se puso de pie y volvió al frente de la ventana; se convirtió de nuevo en un soldado de la guardia real de su apartamento, una estatua inamovible e inquebrantable. Como movido por una fuerza superior que salía de lo más profundo de mis huesos, hice exactamente lo mismo… Era evidente el esfuerzo que ambos hacíamos para permanecer allí. Pero, a pesar de nuestra mutua y juiciosa observación, no habíamos podido hacer ninguna inferencia ni concluir algo sobre el otro. Él estaba sudoroso y cansado. Su rostro comenzó a mostrar impaciencia y desespero, pero yo sabía que él tampoco podría moverse de donde estaba hasta resolver el enigma y que su agonía era alucinante y surreal, al igual que la mía. Se irguió de nuevo y, por sus actitudes y movimientos, pensé que este encuentro había vuelto a empezar.

Cuando llegó el momento más oscuro de la madrugada, volvimos a enfocar nuestras miradas e intentamos hacer un pulso con ellas. Ninguno de los dos cedería un pestañeo o revelaría alguna expresión en su rostro. Aquella era también la hora en la que salían las ratas a hurgar en la basura que no se había llevado el camión, en la que se alcanzaban a escuchar gritos lejanos de alguna escena de maltrato, en la que sabíamos que la violencia y el desahucio no se habían quedado en su casa. Los ladrones seguramente cumplían la restricción mientras urdían alguna otra manera de no morir de hambre, al igual que los vendedores ambulantes y los que contaban historias falsas en Transmilenio. Bastaba levantar un poco la mirada para ver los cerros iluminados por postes que daban a calles sin pavimento y a casas a las que no llegaban los servicios públicos. Pero mis reflexiones de conciencia política y social no duraron mucho, porque me distraían de la imperiosa necesidad de averiguar el misterio de aquel hombre.

Se acercaba el amanecer y yo ya estaba decayendo por la impotencia, la luz del sol naciente iluminó tenuemente el rostro del hombre y, de pronto, una sonrisa de aburrimiento brotó de sus mejillas. No puedo describir el frío que recorrió todo mi cuerpo cuando entendí el significado de aquel gesto, que secretamente había esperado durante toda la noche. El tiempo de espera, el cansancio, la ansiedad, el insomnio e, incluso, el aburrimiento, se disiparon como el vaho de las ventanas. De mí solo quedaba un hombre destrozado por el desconsuelo, con inexplicables ganas de llorar. Podrá ser decepcionante, incluso temible, –pensé—cruzarse con alguien insondable, un secreto que nadie puede develar, el rostro del jugador de póquer o del maestro del crimen perfecto, capaz de ocultar a la perfección lo que hay en su mente. Pero, para mí, no era tan difícil enfrentar el misterio, como su absoluta transparencia. ¡Qué decepcionante era darme cuenta de que aquel hombre no guardaba ningún secreto que pudiera interesarme! Lo más aterrador era saber que yo tampoco tenía nada que decirle. “Este hombre –me dije– es el monstruo en el que nos hemos convertido: el ermitaño de las grandes ciudades, contento de saber que nada lo diferencia de los otros y que ha conquistado todo lo que necesita para vivir solo un cascarón vacío que no oculta nada”. En medio de la incomprensión de mis propios sentimientos, mantuve mi mirada fija en él; estaba exhausto pero dispuesto a un último intento. Sonreí, buscando una pizca de comprensión o complicidad en mi adversario, pero esta vez no obtuve el mismo gesto. Es triste reconocer que jamás sabré nada sobre él, pero me consuela pensar que probablemente vea lo mismo al mirarme yo en un espejo. En mí encontraré los frágiles restos de humanidad que sé él también guarda.

Ángela Pulido para Laguna Negra

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